Hace unos días tomé prestado un libro a un compañero de esta redacción. Era un título que una editorial de la zona publicó el año pasado. Lo abrí -no miento- con cierta esperanza: lo firma un autor desconocido para mí y esperaba una nueva voz que incorporar a mis lecturas en el futuro. Decepción es la palabra que define lo que sentí al echar un vistazo breve a las páginas. Primero, por la calidad de la propia obra, que cae una y otra vez en lugares comunes, metáforas huecas, referencias pobres y adulaciones innecesarias. Podía haberse quedado ahí: un libro malo más circulando por los anaqueles. Pero lo que encuentro exige una reflexión más profunda: ¿qué hace una editorial a la que respalda un catálogo más o menos notable publicando un libro que no habría pasado la primera lectura de un editor novato? Hago un nuevo esfuerzo y encuentro graves errores desde el propio prólogo. Erratas y faltas continuadas que de ningún modo corresponden a un despiste que se pueda justificar. ¿Será que el editor no ha leído la obra con atención? O peor todavía: ¿es que no sabe reconocer las faltas como tal? Cierro el libro preocupado. Lo devuelvo al día siguiente. Siento miedo al pensar en manos de quién estamos dejando nuestra literatura.