El espejo nos obliga a mirar más allá, a superar el tiempo a través del cristal y volver a descubrirnos en el ayer. Recordar es un placer, Miguel, me refirió tajante el versado articulista de provincias.

Ocurrió en abril del 75. Aquel día, un día como otro cualquiera, regresé a casa del colegio. Mi madre me hizo una señal de silencio, lo que movió mi curiosidad. Le descubrí sentado en el despacho de mi padre, aunque aquella sala fuera más gabinete que despacho. Acomodado en un viejo e incómodo sillón alfonsino tapizado en raso listado. A simple vista, César González Ruano podía confundirse con Buster Keaton o muy bien con el rostro del bacilo de Koch. Su brazo, sujetaba con elegancia decadente, cabeza y cigarrillo, un elemento añadido e imprescindible a su persona; destacaba en su dedo meñique un anillo con brillante solitario del tamaño de un garbanzo. Cara desencajada, casi famélica; ojos avanzados propios de quien está tocado por la enfermedad. El bigotillo fascistoide sobre sus labios extremadamente finos y tan de moda en los cuarenta le confería cierto aire de misterio y majestuosidad.

Hablaron de la pintura de Viola, de Miguel Utrillo, de su Diario Íntimo; de la bohemia en Sitges, del café Gijón, de Roma, de Berlín y del París ocupado. Evitando, mi padre, tratar de las aventuras del periodista y de su leyenda negra en el ministerio de propaganda de Goebbels, de los visados a judíos y de su detención por la Gestapo, la persecución de la Francia libre, así como de la prosa mercenaria en los años de posguerra. Centraron su conversación en Murcia, sus posibilidades en la España del desarrollo, de gastronomía, de la industria conservera, aunque el genio pareciera más centrado en el plato de olivas de Cieza y de hueva con almendras que del progreso de la provincia.

Miraba don César a través del grueso vidrio del vaso colmado con vino jumillano Oro Viejo cuando fueron requeridos a la mesa.

Las buenas manos para la cocina y el alma, siempre caritativa de mi señora madre ante aquella cara desencajada, me hizo adivinar que la cena sería rica en calorías: sopa de menudillos. El resto de los platos quedaron en el olvido, pero sí la expresión del articulista ante la primera cucharada: «Esta sopa resucita a un muerto, Luisa». Don César nunca lo supo, pero mi madre sí. La sopa de menudillos en el menú de la cena estaba pensada para dar color a un ilustre con cara de muerto.

Como suele ocurrir en Murcia, tanto en abril como octubre, diluvia, y tras la cena, el escritor, con aspecto algo más reparado, se despidió cortesmente equipado con paragüas y gabardina de su anfitrión, sin tener en cuenta la diferencia de estatura entre ambos, lo que confería al elegante maestro de periodistas un aspecto muy taurino y algo de surrealista.

Vino González Ruano a Murcia como huésped de la FICA, 1965, acompañado de Gaspar Gómez de la Serna y Salvador Jiménez. Pronunció una conferencia con un sugerente título: Frutos del Arte y Literatura murcianos. Se le agasajó y se le invitó a pintar la tapa de un barril. Quizás llevado por la nostalgia de sus buenos tiempos en Sitges, pintó un marinero mediterráneo, con estilo y muy en la línea de las ilustraciones de Rafael Alberti. El acto tuvo como colofón la entrega del Melocotón de Oro, distinción que se daba a los invitados de excepción y tan del gusto de José Mariano González Vidal en sus escritos referentes a la feria.

En diciembre de aquel mismo año murió el periodista; el que se autoproclamó, gracias a sus obituarios, como «amigo de los muertos». El mismo que dijo, con el balón de oxígeno y el cigarrillo en la comisura de los labios, poco antes de morir: «El terror es blanco. La soledad es blanca».