Acababa de dejar a sus hijos en el colegio, el único de Murcia que segrega por sexos. Un centro singular que rehúye de lo plural, aunque no hasta tal punto de renunciar a, en su concepción, vergonzosa subvención del Gobierno regional. Estaba convencido de que lo mejor para sus retoños era que vivieran de espaldas al otro sexo, resguardados del contacto con la otra mitad de los escolares. En un acto temerario y clandestino, amén de motivo de confesión dominical, su Jesús y su María desafiaban con su mirada la regla prohibida e, incluso, a la salida, rompían la manada para acercarse al otro género. A los ojos de sus padres, todo acontecía con normalidad, al menos en la percepción de tiempos no sólo preconstitucionales sino anteriores a Adán y Eva, cuando su mezcla nos condenó a todos. Con esa misma visión, los progenitores fueron capaces de percibir a distancia como unos inmigrantes, en bicicleta, estaban hablando con unos críos alrededor del colegio. Aun sin maillot, no solamente habían olido que eran extranjeros sino que fueron capaces de dilucidar que procedían de Rumania como si todos los seres humanos no fuésemos hermanos.

Les faltó tiempo para lanzar sobre ellos un wasap al resto de, por naturaleza, temerosos padres advirtiéndoles de que tuvieran mucho ojo por posibles secuestros. De ahí su miedo pasó a los medios. Su prejuicio tornó en condena contra el diferente. Ni las fuerzas de orden pudieron apagar la alarma. Hoy, la ciudad, se va horadando de trincheras y de gruesos muros contra los divergentes. Hoguera, bendita inquisición, contra todos aquellos que no tengan el mismo sexo, los ojos azules e igual pensamiento. Ciegos ante la gente honorable que ocupa los banquillos y abre los telediarios, echan mal de ojo y la zancadilla a las víctimas de la sociedad de la opulencia. El uniforme escolar ya se lleva hasta la mortaja y tapa hasta el cerebro, listos para disfrutar de un mundo feliz.