Uno de los pocos placeres que aporta la ciudad a la vida cotidiana es poder tener a escasos metros de tu casa un kiosko donde poder comprar la prensa. Levantarte por la mañana y, aún con la legaña puesta, hacerte con esas hojas impresas que vas a devorar junto al café con leche, a pesar de que sabes que tanto una cosa como la otra, el café y las noticias del periódico, van a destrozarte el hígado, se convierte para el urbanita en algo tan necesario como la pastilla de la tensión para los que estamos llegando ya a una cierta edad.

Yo, que llevo ya tiempo viviendo alejado del ritmo de la capital, lo había olvidado. Hasta que hace unos días me visitó un amigo de esos que llevan la ciudad en las venas. Durante la semana que estuvo en mi casa, se levantaba a horas para él intempestivas, la una de la tarde, con tal de llegar a tiempo de comprar el periódico antes que cerraran la única tienda abierta por los alrededores, que, además, está a varios kilómetros de donde vivo. Así que durante su estancia he vuelto a recuperar el placer „ por así decirlo„ de leerme la prensa, a cualquier hora y en cualquier postura.

Se fue mi amigo y yo volví al ordenador. Pero -¡maldición!- en la pantalla aparecía reflejado un mensaje: «Sin conexión a Internet». Pertenezco a la compañía de telefonía más importante del país y una de las más del mundo y digo pertenezco cuando debiera decir me pertenece, dado el abultado diezmo que le rindo mes a mes, pero así es la vida. En fin, armado de paciencia porque ya se sabe lo que significa llamar a una gran empresa cuando hay que reclamarle algo, me dispuse a marcar el número de atención al cliente, o sea, yo. Al otro lado de la línea, musiquita.

Luego una voz impersonal, una máquina, me oferta multitud de productos y me indica que, para evitar esperas, haga la gestión a través de internet, pero es que eso es precisamente por lo que llamo, porque no tengo internet, así que empiezo a perder los nervios. Mientras espero, hojeo uno de los periódicos que dejó mi amigo. De nuevo suena la voz, de nuevo una máquina: «Por favor, diga cuál es el motivo de su llamada». Me dan varias opciones, contratar un producto, ampliar mi contrato, contratar otro producto, ampliar mi contrato aún más y finalmente otros motivos. Digo rápidamente: «No tengo internet». Responde la maldita máquina: «Lo sentimos. No le hemos entendido». Deletreo: «I-N-T-E-R-T-E-T». Ahora sí, ahora parece que voy a hablar con alguien porque la máquina me dice que me va a pasar con un agente. De nuevo musiquita. «Todos nuestros operadores están ocupados». Otra música diferente. Parece que vamos avanzando. Pero no. Otra maquinita, tal vez la misma con otra grabación, es mi interlocutor. Me ordena que apague tal y cual cosa y como no entiendo su jerga, cuelgo.

Llamo a averías. Pienso que soy tonto, que tenía que haber llamado ahí primero. Musiquita de nuevo, voz de maquinita de nuevo y al fin, tras varios interrogatorios, consigo hablar con una persona. Le explico el problema y me asegura que irán unos técnicos a mi domicilio. Al día siguiente aparecen. Cambian cables, cambian aparatos, entran y salen de mi casa varias veces para ir a comprobar no sé qué. Vuelven a cambiar cables y aparatos. Nada. Sigo sin internet y además ahora, sin teléfono. Los técnicos tienen cara de preocupación. Imagino por qué.

Tienen establecidos unos rígidos horarios para cada reparación y si los sobrepasan, les multan rebajándoles el escaso sueldo. Igual que el uniforme, el cursillo de preparación y el material. Ellos no son de la gran compañía, sino de otra más pequeña subcontratada por otra intermedia.

Hojeo de nuevo el periódico que dejó mi amigo. Hay una noticia sobre el presidente de la gran compañía que me tiene sin teléfono. Resulta que, en el ejercicio pasado, ha cobrado 46 millones de euros de salario, gastos, acciones y dietas aparte, supongo.

Dos días más tarde, tras múltiples llamadas y reclamaciones, en las que nunca he podido hablar con una persona, finalmente vuelvo a estar comunicado. Resulta que el problema estaba en el mal mantenimiento de la central. Pienso en los tres días que he perdido de trabajo, en la cantidad que les han descontado a los técnicos subcontratados y en el desorbitado beneficio del presidente que lo es desde que el Estado privatizó la compañía vendiéndola por una ridícula cantidad.

«España crece por encima de la media europea», leo en la prensa que dejó mi amigo. Hombre, ¡así, cualquiera!