La noche del 13 de noviembre París fue un infierno. Como lo fue Madrid una mañana de 2004. Las escenas vividas en la sala de conciertos Bataclan nada tienen que envidiarle, de hecho, al dantesco espectáculo de hierros retorcidos y vidas segadas en los andenes de Atocha.

Noviembre, junto a hermosas estampas de colores otoñales, también nos trae estas cosas. Horror, muerte, desolación. Y la ciega determinación de unos jóvenes sin alma, obcecados por un odio visceral, dispuestos a tirotear y rematar después en el suelo, Kaláshmiskov en mano, a otros jóvenes que asisten a un concierto de rock, toman una copa en la terraza de un bar o pasean tranquilamente por la calle.

En 1918, noviembre fue el mes en que los contendientes de la Primera Guerra Mundial dijeron adiós a las armas firmando un armisticio negociado muy cerca de París, en Versalles, que puso fin a una carnicería humana sin precedentes. Pero las guerras nunca terminan del todo. Todas las que la han seguido están aquí para recordárnoslo.

La masacre de Paris, con sus tiroteos, su toma de rehenes, sus ejecuciones es una más. Quizá no tan convencional como otras pero igual de cruenta. Es ´un acto de guerra´ y seremos ´implacables´ ha venido a decir François Hollande, también en Versalles donde ha reunido al Parlamento. Con más de 120 muertos, centenares de heridos y siete ataques concertados que han ensangrentado el corazón de Europa, Francia ha entrado en guerra y la guerra está en su propio territorio. Enfrente hay un monstruo que hemos alimentado durante años con políticas miopes e interesadas, y que ahora se dispone a devorarnos (Francia no es la única que está en el punto de mira de la bestia). Un monstruo con nombre y apellidos, Estado Islámico, con un territorio que se extiende, un ejército de kamikazes que crece y una religión, el islam, pervertida y adulterada para oprimir y matar.

La masacre de París también nos recuerda cómo ha crecido ese monstruo. Y debería recordarnos de paso las contradicciones y paradojas en que nos hemos movido estos últimos años. Podríamos remontarnos a finales de los 70, cuando el ejército soviético fue derrotado en Afganistán por unos talibanes apoyados por Estados Unidos. Pero no hace falta irse tan lejos. Basta acudir a la guerra de Irak (la que nunca tendría que haber empezado) o constatar el apoyo occidental a grupos rebeldes sirios de todo pelaje, para entender mínimamente lo que está pasando.

Miremos, sí, la realidad de frente. Ni Irak ni Siria existen ya. Tampoco Libia. Y el Líbano se encuentra en estado de descomposición. ¿A quién ha beneficiado todo esto? ¿Y qué hay de nuestras amistades peligrosas con países como Arabia Saudí o Qatar que se mueven en ideologías cercanas al yihadismo y financian oscuros movimientos religiosos?

Es verdad que lo hecho, hecho está. Que ya no cabe vuelta atrás. Que lo que importa ahora es nuestra seguridad, amenazada no sólo por grupos terroristas sino por todo un Estado, el islámico, que cuenta con una legión de combatientes dispuestos a inmolarse. Pero nada conseguiremos en esta guerra ya inevitable, en esta guerra recién declarada, si no nos replanteamos de arriba abajo nuestra política exterior. Si seguimos anteponiendo los intereses económicos e ideológicos a los humanitarios. Si seguimos presentando las guerras económicas y de dominación como guerras de liberación. Si llevamos el caos y la desolación donde dijimos que llevaríamos la justicia y la democracia.

Eso por la parte que nos toca. En cuanto a los países musulmanes, me refiero a los que creen en un islam de paz, coincido con Ben Jelloun en que deben movilizarse y ser los primeros en decir basta. Unos locos han secuestrado su religión y matan a inocentes en su nombre. Unos locos que abominan de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Estamos, sí, ante actos de guerra, pero también, que no nos quepa ninguna duda, ante el advenimiento de una nueva forma de barbarie.