Durante este último año he visto con enorme satisfacción y alegría que se habla mucho de educación. La educación vuelve a despertar el interés de los medios de comunicación, y ya se sabe que todo lo que interesa a los medios de comunicación acaba finalmente interesando al ciudadano, como el libro de Belén Esteban, la operación estética de Kiko Matamoros o las lesiones de Messi o Ronaldo. Se habla mucho de educación, digo; se habla de educación en la prensa y en la radio, en la televisión y en las redes sociales.

Habla de educación el presidente del Gobierno, los candidatos a presidente, el intelectual, el escritor, el contertulio, el pintor, el portero, la cajera del Mercadona y hasta el vecino del quinto, que ni siquiera tiene hijos. Habla de educación gente con gran renombre no quiero citarlos para no provocar discusiones que creo que jamás ha dado clase en un colegio o en un instituto. Incluso hablan de educación grandes maestros que aprenden a tocar la caja, cosa sin duda de gran repercusión en la vida del alumnado. Yo, como no quiero ser menos, también voy a hablar de educación.

Resulta que en los últimos años se habla mucho de que hay que cambiar la educación. Se habla de cambiar la educación como si la educación fuese un trozo de azulejo del cuarto de baño o una lavadora estropeada. Cambiemos la educación, dicen, y da la sensación de que solo hay que ir al Media Mark y comprarnos una nueva. Sin embargo, la educación, al contrario que un azulejo o una lavadora, es un ente vivo; un ente vivo que se compone de políticos, padres, profesores y alumnos. Por eso, parece difícil hablar de cambiar la educación si no cambiamos a los políticos, a los profesores, a los padres y a los alumnos. No digo que los eliminemos así de raíz, pero sí debemos cambiar al menos algo en su interior.

Habría que experimentar por ejemplo y traer a todos los alumnos suecos y meterlos en las aulas españolas para comprobar cómo son sus resultados después de tres o cuatro años. A lo mejor resulta que al cabo de tres años solo les preocupa el sol y las cervecitas del fin de semana. A lo mejor la culpa de la mala educación en nuestro país la tiene solo nuestro clima, y a lo mejor por eso Rajoy pretende privatizar el sol con fines educativos. Puede que se me ocurre así, a bote pronto que la educación no sea solo una palabra y dependa en gran medida de la cultura social.

Yo estoy de acuerdo; hay que cambiar la educación. Pero cambiar la educación no significa cambiar la Ley de Educación cada legislatura. Cambiar la educación no significa ser un maestro enrollado y molón o un maestro con más alma de funcionario que de docente. Cambiar la educación no significa ser padre o madre de fin de semana. Cambiar la educación significa valorar los estudios como sociedad, valorar el hablar bien, el pensar antes de hablar, el informarse antes de hablar, ser responsables, respetar las normas, comprar menos móviles y más libros, valorar más la calidad profesional que el amiguismo, hablar en familia, cultivar esa parte inculta que tenemos, escuchar a Mozart, aunque sea en una versión de Pitbull, y leer, leer, leer y, si puede ser, volver a leer. La educación no se cambia sola, se cambia con el compromiso individual. A ver cuántos se apuntan ahora a empezar con el cambio.