Eran las cuatro de la tarde, de un día de verano en Pamplona. Hacía calor, algo bastante raro por aquellas tierras navarras a las que llamaba mi casa ya hacía dos años, y a las que volvía en Bilman Bus cruzando España con nocturnidad y olor a naranjas, cada tres o cuatro semanas, siempre coincidiendo con algún partido de aquel Real Murcia en el grupo XIII de Tercera División. La plaza Félix Huarte, en el corazón del nuevo barrio de Iturrama, brillaba bajo el sol de la siesta. Cada diez segundos tocaba mi grabadora de cinta mini, en el bolsillo trasero de los Levi´s marrones. Entonces no había móviles. Habíamos comido macarrones a la carbonara, que había cocinado con mucha cebolla, nuez moscada y perejil, y acompañado con una cerveza Keler 18. Paré en el Policarpo, una especie de VIPS pamplonica, a ver unas pelis para alquilar y ver aquella noche en El Piso y a tomar un bombón antes de mi estreno.

Crucé la plaza pensando en que aquel día lo iba a recordar siempre, y que probé el bolígrafo una vez más antes de entrar al hall del hotel. No quería que me saliera una entrevista larga, pero fui anotando detalles sobre la luz, la gente que había en la recepción, los olores y las sensaciones que tuve desde que salí del portal de mi casa, a unos 500 metros del hotel, por aquel entonces NH Ciudad de Pamplona. López Pan, nuestro profesor de Redacción nos había dicho muchas veces que los detalles de las entrevistas, los que sitúan al lector, eran clave para redondear un buen trabajo.

Recuerdo acumular la ilusión de un día de Reyes en aquel sillón de bar de hotel, con el estómago encogido y ensayando tono para preguntar, mientras esperaba con un botellín de agua a que bajara el invitado. El autobús del Club Deportivo Badajoz se veía por el cristal, aparcado en la zona reservada para clientes. El conductor fumaba en la puerta. Tuve suerte, porque Antonio Maceda, que casi iniciaba su carrera como entrenador, se portó conmigo de forma excepcional. Cuando le abordé por la mañana en el paseo con su equipo, y después, cuando bajó puntual a su cita con aquel proyecto de periodista que no pudo dormir pensando en preguntas que hacer a un defensa internacional que marcó en dos minutos los goles octavo y noveno en el mítico 12-1 a Malta. Todo salió bien, y me pusieron buena nota en mi trabajo.

Días después estuve en el despacho del profesor Gómez Antón, por otro motivo, y hablamos de aquella entrevista de forma casual. El profesor me preguntó si antes de hacer la entrevista estuve nervioso? y le dije que sí. Sonrió y me dijo que aquellos nervios eran la clave de todo en la vida, y que si conseguía no perderlos nunca, sería un buen periodista, aunque tuviéramos problemas con la interpretación que había hecho en el examen sobre el comunismo chino.

Ayer supe que Gómez Antón falleció en México, con 85 años. No olvidé jamás aquellas palabras. Esta semana, con nuevos retos por delante, he vuelto a sentir exactamente los mismos nervios que sentí esperando a Maceda. Y me siento orgulloso por ello, veinte años después. Descanse en paz, profesor. Vale.