Mad Max es la carretera. Traslada al asfalto la polvorienta inseguridad de los caminos, un atavismo de los tiempos nómadas porque la seguridad es una fantasía sedentaria. «Clis, clas, casa», decían los niños en los juegos para librarse de los riesgos del juego. Clis, clas (onomatopeya de la cerradura) encierra en un espacio invulnerable. Los nómadas contemporáneos siguen siendo competencia de las fuerzas de seguridad. En su primera película, Mad Max situó a la tribu enemiga en la carretera. La segunda fue un regreso al primitivismo en un mundo poscataclísmico con crisis del petróleo.

El mundo de Mad Max no es Australia, Australia no es España y la realidad no es la ficción, pero el miedo es transversal y aunque en la vida me ha tocado cruzar de noche barrios que son oscuros también de día, bajar las escaleras de tugurios paredaños con las alcantarillas y otras excursiones que se hacen por seguir una conversación o conseguir una copa o un pitillo a deshora, en ningún lugar estoy más alerta que en esos bares de carretera arrimados a la gasolinera donde las tortillas de cemento se cuajan en frío y se calientan en el microondas y donde unos automovilistas catalépticos beben café en silencio con la mirada perdida en el horizonte del expositor de patatas fritas.

El coche saca lo peor de nosotros mientas estamos dentro de él. En esas paradas para repostar llevamos lo peor de nosotros fuera del coche y el padre de familia parece un colono armado que siente a su familia amenazada; el tractorista se antoja un psicópata incestuoso que ha abonado el sembrado con restos de cadáver; la joven pareja, unos estafadores trashumantes y el guardia civil, un shérif de poco fiar. Hay un nicho de mercado en el textil para conducción que ofrezca una imagen más amable del viajero y mucho trabajo de Sanidad y profundización en hostelería, decoración e iluminación en bares de nuestras carreteras donde se vive un Mad Max de bajo presupuesto.