De repente no fue el último verano sino la obsesión por la limpieza o la fobia del que lo ve todo sucio. Si la loca carrera emprendida hace meses por el precipicio de la supuesta regeneración democrática de la vida política española no acaba pronto, acabará con la política y con la democracia. Porque lo que ha nacido, las nuevas opciones políticas emergentes, no son tales, actúan como detergentes limpiando vertidos de petróleo en el mar: acaban con la gasolina, el fuel o lo que sea, dejan las aguas limpias pero también, de paso, causan un deterioro irreparable en la flora y la fauna marina. En este caso, la ciudadanía somos la flora y la fauna, nos quieren limpiar la casa pero el olor que dejan no es a Norit sino a salfumán, es decir, irrespirable y asfixiante: hay que salir corriendo.

Cuando un personaje como Albert Rivera se convierte de la noche a la mañana en potencial presidente de Cataluña o del Gobierno de España (por lo visto, hasta puede elegir); cuando seres espesos como Pablo Iglesias marcan el ritmo del diapasón en una ostentosa ridiculez en la que se permite hasta jugar con su vida privada y su pareja; cuando Rajoy sigue diciendo tonterías tales como que se enteró del asunto de su amigo Rato por la tele (debe creer que aquello que dijo Felipe sobre los GAL y la prensa fue eficaz) : cuando Pedro Sánchez se despierta por la mañana con un mensaje para Susana Díaz y ésta manda a uno de los suyos a enmendarle la plana en público; cuando un libro sobre el monarca abdicado y sus amoríos es centro de atención, crítica y elogio; cuando Izquierda Unida se pelea mientras sigue apoyando un Gobierno del PP en Extremadura; cuando ocurre todo eso y más „pequeño Nicolás y Javier de la Rosa incluidos„ sólo queda el refugio de renunciar, convertirse en un Juan sin Tierra, como el último premio Cervantes, y pensar que apátrida es un buen calificativo, una excelente situación de ciudadanía tranquila aunque contradictoria. «Cuando ETA deje de matar se acabarán los telediarios», le escuché una vez a una niña decir a sus padres. Pues no, empezaron otros, sin sangre ni muertos, por ahora, pero con mayor nivel de putrefacción.

Es probable que el lector, si ha llegado hasta aquí, no entienda nada de este pliego de descargos: yo tampoco, es más, ni lo pretendo. Tan sólo es una forma de recordar las circunstancias precisas del contexto, no vaya a ser que deje de ser contingente.