Qué hubiera pasado si los libros sagrados de las religiones se hubieran escrito en una playa caribeña? ¿Se imaginan? Ese Mahoma bajo los cocoteros tomándose una piña colada. Esos evangelistas en un chiringuito escuchando reggae y fumando hierbas mágicas mientras escuchan a los pajaritos. Un montón de tipos barbudos y con kipás redactando papiros mientras unas negras espectaculares les dan un masaje y se comen mangos con sal, pimienta y limón sin parar. Ya escucho el mar rompiendo suave contra la arena entre mandamiento y mandamiento.

¿Nadie se ha parado a pensar que todos los profetas, da igual la religión, fueron tipos peligrosamente chupados, barbudos y cabreados? Cuando uno se imagina a San Pablo no le viene a la cabeza un tipo tirado en una hamaca mientras se bebe una cervecita helada, pierde la mirada en la puesta de sol y se dice aquí me las den todas. ¿Verdad que no? Lo que se imagina es a un señor mayor, serio, con cara de vete preparando, pecador malvado, más bien tirando a escurrido, o sea, de poco comer y gozar, y con una intensa tendencia a enfadarse por cualquier cosa y recordarle a los demás lo que no deben hacer.

Piensen por un momento en Buda y acto seguido comparen las religiones semíticas con las orientales. ¿A que tienen en este momento en mente la misma imagen que yo? Buda, un gordito simpático y sonriente, que nos mira con cara de decir, sí, yo también tengo gases de vez en cuando, y que levanta comprensivo el pulgar como indicando que si no te sale a la primera, ya te saldrá a la segunda. Calma, brother.

De dónde vivió y de cómo le fue al señor que escribió el libro sagrado de turno depende mucho cómo será la religión. Los orientales se escribieron junto a lujuriosas selvas anegadas por copiosos ríos. Las semíticas en polvorientos desiertos en los que sólo había cosas de las que huir y rocas (cito aquí a mi querido Sir Terry). Claro, no es lo mismo ponerse a redactar la lista de cosas prohibidas cuando uno está a cuarenta grados en mitad de un erial y con una lagartija como futuro condumio (y eso con suerte), que cuando le rodean montañas de frutas jugosas y tiene un harem de veinte doncellas alrededor. Mucho pensar, mucho pensar, pero posiblemente el Budismo sea más majete que el Cristianismo o el Islam simplemente porque Buda se lo pasaba de vicio mientras que nuestros profetas eran unos tristes de no te menees.

Ahora síganme un instante e imaginen a esos mismos profetas nuestros en una playita de arena blanca y aguas transparentes. Este de aquí iba a escribir el Apocalipsis hasta que le han interrumpido ofreciéndole un margarita y una bandejita con trozos de piña. Ha arrojado su pluma al mar que se la lleva entre ola y ola, lentamente, con calma, no hay prisa ninguna. Ese de allá estaba redactando no sé qué sobre el sexto mandamiento hasta que unas amables señoritas en tanga le han invitado a acercarse con ellas a detrás de ese cocotero. ¿Quién dijo qué sobre los actos impuros? Aquel iba a decir algo sobre no comer cerdo, ni beber vino y€, bueno€, ya se lo imaginan, ¿verdad? Suena música alegre y juguetona. Alguien lanza una pelota de playa. Varios tipos con largas barbas y mirada cada vez más relajada se ponen a jugar dándole patadas.

Pues sí, si nuestras religiones hubieran surgido en una playa tropical tal vez ahora no habría chiflados que matan en nombre de su dios, que prohíben a los demás hacer lo que bien les venga en gana en nombre de su dios, que se enriquecen y envilecen en nombre de su dios. Hay que ver qué enorme cantidad de cosas malvadas se hacen en nombre de unos dioses que son todo amor, ¿verdad? Esa es otra. ¿Por qué nuestros dioses occidentales siempre están tan mosqueados? Sois unos guarros, sodomitas. Lluvia de fuego. Sois unos macarras, pringaditas. Hecatombe de sangre y destrucción.

Pongamos por ejemplo a Moisés. Hola, Moisés, soy tu dios, ¿cómo lo llevas? Mira, este es el plan: vas a dejar de ser un príncipe egipcio que lo tiene todo chupado, vas a tirarte al monte, vas a vértelas con tu hermano el faraón, vas a montar un carajal con aguas ensangrentadas y plagas varias, miles de muertos, vas a cruzar mares pero por debajo, vas a pasarte una pila de años en mitad del desierto llevando contigo a una panda de desagradecidos que a la mínima que les pinchan se ponen a adorar bichos de oro que lo flipas y me vas a ser fiel en todo hasta que, ah, amigo mío, a la hora de hacer manar agua de una roca en vez de un golpecito con tu bastón, como yo te dije, le darás dos, entonces me enfadaré mucho y por haber dudado de mí (una vez en toda tu puñetera vida) te permitiré ver la Tierra Prometida, pero no entrar en ella. Porque así soy yo, Dios, un tipo enrollado, capaz de hacértelas pasar canutas para dejarte a una casilla de la meta y encima permitirte ver como una turba de anacolutos que no te han dado más que amarguras entran como señores en la tierra que mana leche y miel y tú te quedas, con perdón, con una mierda como un piano.

Ese dios nunca ha estado en una playa tropical, amigos. Semejante mala baba sólo es propia de alguien muy estresado y en las playas paradisiacas hay muchas cosas, pero, créanme, el estrés no es una de ellas.

Así pues, imaginen por un momento un Corán, una Biblia o una Torá escritas de buen rollo, con una piña colada en una mano y las nalgas de una mulata en la otra. ¡Cómo habría cambiado la cosa!