Era Nietzsche quien proclamaba la muerte de Dios. Luego Carlos Marx denostaba sus secuelas al grito de la religión es el opio del pueblo. Algo más de un siglo después, Gorbachov parecía poner fin al marxismo. ¿Qué queda de esas muertes, o acaso sólo de las necrológicas? Tal vez sean las esquelas lo único que ha habido.

Entre la religión y el marxismo hay paralelos y líneas divergentes, que vistas de fuera adentro, también son convergentes. Toda construcción matemática precisa de unos axiomas, que son por definición indemostrables. Pero a partir de ellos se puede razonar el mundo o construir otros imaginarios. La religión y la ideología se imponen por convicción y sirven de fundamento para tener una visión de la sociedad. Pero el desarrollo de los conceptos nos puede llevar a conclusiones fatales y ¿cómo se le explica a los fanáticos que sus actos minan los cimientos de una civilización? La razón tiene también sus límites: no puede ilustrar las mentes de los bárbaros.

La destrucción de las Puertas de Nínive y otros restos de las civilizaciones mesopotámicas en Irak, a manos del mismo fanatismo que asesina a los humoristas de Charlie Hebdo, es la prueba de los excesos a los que puede llegar el hombre. La Revolución Francesa fue el punto de inflexión en nuestra civilización que desterró la teocracia de las tierras de la Europa occidental. Era iconoclasta por definición y también un baño de sangre acabó con los restos de otro mundo menos antiguo que el que se exhibía en el Museo de Mosul. A partir de entonces nacieron algunas ideologías que también tuvieron consecuencias destructivas.

La muerte de Dios y la de ciertas ideologías nos ha dejado en multitud de ocasiones sin referentes morales. Hace falta mucha inteligencia para reconstruir los valores que nos sirvan de nuevos principios. «No me mueve mi Dios para quererte, el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte, es la primera estrofa de un soneto anónimo que invita al amor divino puro». La ideología también ha alcanzado extraordinarios logros, no sólo artísticos, y no fue la guillotina el único invento. No todo es desdeñable. El mensaje cristiano es el fundamento de la Teleología de la Liberación. Y el análisis marxista, como instrumento dialéctico, nos ha dejado estudios económicos y sociológicos memorables. Las leyes antimonopolio son el fruto de ese análisis y el empeño corrector de la dialéctica marxista.

En nuestro pequeño terruño, también hemos sufrido las consecuencias de las defunciones éticas. Hay quien dice que la derecha ya no es lo que era, que no está gobernada por señores que valoraban su honor por encima de sus carteras. Y la izquierda, qué les puedo decir sin la referencia de quienes fundaron sus principios. En los primeros tiempos de la democracia, Felipe González se jugó un órdago para desterrar el credo marxista del ideario socialista, en aras de un socialismo de nuevo cuño, más práctico y adaptado a las exigencias de una sociedad menos clasista.

Pero las diferencias de clase no han menguado en el tiempo que nos transita. Antes al contrario, la crisis ha agudizado la falta de referentes. La izquierda ha caído en las trampas del eufemismo y habla de desarrollo sostenible, como si ese no fuera un concepto vacuo y maleable. Ansiosa por ganar un electorado, ha perdido las ideas que le orientaban y la socialdemocracia comulga hoy con las ruedas de molino de los grandes intereses capitalistas.

La batalla del agua en Murcia es una consecuencia de esa falta de referencias. Borrell propuso un Plan Hidrológico Nacional basado en la interconexión de cuencas en toda la geografía española. El aznarismo lo redujo al Ebro para no soliviantar al electorado castellano viejo y el zapaterismo lo enterró por una fe voluntarista en las desaladoras y un guiño a los nacionalistas catalanes, al tiempo que hundía a su partido en la Región, condenado a una interminable travesía del desierto, precisamente por no resolver el problema del agua. Mientras, su rival sólo ha hecho eslóganes predicándola para todos, pero olvidando que no es lo mismo predicar que dar trigo. La versión hidrológica del programa de

Podemos es una nueva traducción del castellano antiguo que dice que nadie escarmienta en cabeza ajena: ni trasvases, ni desaladoras; ya me dirán a qué electorado se dirigen. La solución deberá venir de creernos que somos algo más que el 3%. Porque eso es lo que somos, el 3% de la población del país, el mismo porcentaje en el PIB, en la representación parlamentaria y en algunos parámetros más. Cuando seamos capaces de hacernos oír, de que nuestro mensaje no haga seguidismo del partido nacional correspondiente, tal vez entonces empezaremos a contemplar nuestra región con optimismo. Y Garre no tendría que tragar con el dedazo del líder y seguir diciendo que su partido ha hecho la mejor elección. ¿Y Murcia?