Por esas cuestiones de la vida y de que soy un ´despistao´ de campeonato, el otro día, con la tarjeta de embarque en la mano, me dejé el teléfono móvil en una cafetería de aeropuerto y cuando me vine a dar cuenta -pasaron cinco minutos- el aparatejo se había esfumado. Ni rastro. «El móvil al que usted llama está apagado o fuera de cobertura». Perdido. Y allá que me fui yo de viaje sin teléfono. Toda una semana. «¡El horror, el horror!», que diría Conrad. Eso pensaba yo, y me equivoqué, claro. Porque estos siete días me han revelado algo. Tampoco es que haya descubierto ahora la pólvora, pero vivimos por y para el móvil. El primer día me fastidiaba la sensación de no tener el aifon en el bolsillo, ese tacto que creía me reconfortaba. Pero poco a poco, con el paso de los días, sin ese sonidito acampanado que te taladra el cerebro cada vez que te mandan un guasap, me fui desintoxicando y pude disfrutar de un viaje en toda regla. Desconexión total. Claro que, a la vuelta, he vuelto a recaer y tras conseguir otro móvil (no podemos estar aislados del mundo) me he sentido como un primerizo. Los mensajes se me amontonan y no entiendo mi nuevo móvil. Necesito otras minivacaciones.º