n el Derecho Penal de las democracias modernas la presunción de inocencia es el principio alrededor del cual se organiza el proceso penal, una de las garantías fundamentales del Estado de Derecho. Es precisa una prueba suficiente de cargo para que pueda ser condenado el culpable. Se parte de la idea de que es preferible un delincuente absuelto antes que un inocente condenado. La acusación debe probar que el imputado cometió el delito y no que éste pruebe su coartada. Conectado con éste, un principio interpretativo, in dubio pro reo, exige al juez la certeza de los hechos, la convicción de que la prueba de cargo practicada ha sido suficiente y no ofrece dudas.

El proceso penal implica para el denunciado una incertidumbre. Ningún inocente está tranquilo si pesa sobre él la sospecha de un delito. Se habla de la ´pena de telediario´ para hacer referencia al castigo que ya de por sí implica la difusión pública de la investigación, mucho antes incluso de que haya sentencia. Los medios de comunicación hacen referencia al ´presunto´ cuando la presunción jurídica es la de inocencia. Debería hablarse de denunciado, querellado, acusado, imputado o procesado, términos con significado jurídico preciso, pero también se puede hablar de sospechoso o de investigado. Con frecuencia se suele mencionar que la imputación no significa condena, sólo es una acusación y será la sentencia la que habrá de determinar si efectivamente el acusado ha cometido un delito o si no ha sido probado. La mayor parte de las sentencias absolutorias no declaran la inocencia del acusado, sino que no ha podido probarse su autoría, porque la prueba de cargo no ha sido suficiente.

La corrupción de la que hablaba el mensaje navideño del Rey se está convirtiendo en una gangrena de nuestra joven democracia. Las noticias sobre procedimientos de muy variadas formas de corrupción política, contra cargos públicos de diversa entidad y procedencia se han hecho demasiado habituales. La apelación a la presunción de inocencia suele ser una constante, pero debemos hacer una clara distinción, pues si antes nos referíamos a la responsabilidad penal, a la responsabilidad política sie le debe aplicar otra vara de medir. El adjetivo distingue algo más que dos acepciones distintas del término. Si la penal está regulada legalmente, la política carece de criterios reglados y se mueve dentro de ciertas evanescencias semánticas. Pero no crean, hay una historia que nos puede ayudar a distinguir una de otra y la distinta respuesta que debe darse.

Recién nombrado César ´Pontifex Maximus´, se celebraron las fiestas de la ´Bona Dea´ en la ´Domus Publica´ (la residencia oficial del Sumo Pontífice). A esta celebración sólo podían acudir las mujeres de Roma y estaba vedada a los hombres. Clodio, un joven de buena familia que daría mucho que hablar, había tenido algunos devaneos con Pompeya, la mujer de César, que era la encargada de organizar la celebración. Clodio acudió disfrazado de doncella. Cuando fue descubierto, puso pies en polvorosa sin ser prendido, pero no pudo evitar el proceso público por su sacrilegio, al tiempo que también recayeron sobre Pompeya sospechas de adulterio. En el juicio posterior no pudo probarse la culpabilidad de Clodio y terminó absuelto (como hemos dicho, sin un veredicto de inocencia, sino de non liquet, no está claro). Sin embargo, César se divorció de Pompeya y se justificó diciendo que «César y toda la familia de César, deben estar libres de toda sospecha», que ha pasado a la historia en la versión «la mujer de César no sólo debe ser honrada, sino parecerlo».

Es esta la idea que debe prevalecer en el ámbito político. La honestidad pública debe estar fuera de toda sospecha. Sin embargo, tal vez por haberse relegado tanto el estudio de la lengua latina, nos encontramos con que la actitud de muchos dirigentes corruptos parece responder a una mala traducción: «César y la familia de César deben estar libres, a pesar de todas las sospechas». Y así se aferran a los cargos hasta que una sentencia termina declarando su responsabilidad penal. La política está en el juicio público de honestidad. Por eso, aun cuando ciertos conocidos imputados puedan alegar que su patrimonio ha sido obtenido lícitamente, la sospecha fundada del lucro obtenido con ocasión del cargo es una mancha demasiado grande para su honorabilidad. Más cuando todos hemos visto durante muchos años, que no han exhibido pudor alguno a la hora de recibir parabienes, honores con claras notas de adulación en la taifa.

Cuántas condecoraciones recibidas durante el desempeño del cargo, placas descubiertas, hasta pabellones deportivos con el nombre del político de turno, sin esperar siquiera al juicio de la historia, el que de verdad coloca a las figuras en sus pedestales. Si el otro día citábamos un parlamento del Fénix de los ingenios, hoy apelaremos simplemente al título de otra obra: «El mejor alcalde, el Rey».