Mediante una escapada fugaz, bajo a Sevilla a ver a la familia y me acerco a Santa Cruz para hacer el regreso con la esencia puesta. Pretendo acceder por los Jardines de Murillo y, una verja que nunca se cierra a mediodía, lo impide. Como para mí el trono que se mantiene vivo por allí quien lo ocupa es mi madre, no tenía interiorizado que los juegos para la quinta temporada de la serie de la hachebeó fueran a fastidiarme el plan. Efectivamente, la antesala del Alcázar sirve de aparcamiento a cuarenta camiones y, sobre el palacio real en uso más antiguo de Europa „ya era residencia de los almohades en el XII„, se aprecia el símbolo de una nueva casa, la de los Martell, soberanos del reino de Dorne. Suerte que quien rondara aquello no fuese Letizia.

Los alrededores aparecen tomados por grupos de rusos, de chinos y del Imserso. Me cruzo también con un negro descomunal con cara de pocos amigos al que todo el mundo observa como salido del continente creado por el novelista George R. R. Martin, el sur de Poniente, cuando lo mismo se trataba de un pívot. A quien habría gustado a más de uno de la Junta encontrarse en alguna secuencia es a la jueza Alaya por si le rebanaban el cuello, aunque el alcalde hispalense pondría todo su arrojo en defenderla.

Ahora ya es más difícil porque las peripecias se han trasladado a Osuna. Allí Teresa, la dueña de Casa Curro, recurrió a su amiga Carmen para que la ilustrase y poner en danza siete platos con nombre de personajes, subiditos de aspecto -vino tinto/sangre- los correspondientes a los malvados. Como el objetivo actual no es otro que sobrevivir, un chaval, que entra en un bar cercano al rodaje, coge mesa y pregunta por la contraseña del güifi, a lo que el dueño responde: «Tómate una caña por lo menos, cabrón». «¿Todo junto?».

Maldita sea. Hoy no hace falta ficción alguna para ponerse a tiritar.