Que sí, «que el mundo fue y será una porquería ya lo sé». Que «vivimos revolcaos en un merengue y en un mismo lodo todos manoseaos». Que «hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio o chorro, generoso o estafador. Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor». Que el mejor consejo parece el siguiente: «¡No pienses más, sentate a un lao, que a nadie importa si naciste honrao! Es lo mismo el que labura noche y día como un buey, que el que vive de los otros, que el que mata, que el que cura o está fuera de la ley». Que Discépolo tenía razón en el tango Cambalache cuando lo compuso en 1934 y si lo hubiera compuesto hoy mismo por la mañana. Y, sin embargo€

Sin embargo, hay gente buena y corren tiempos en que conviene proclamarlo. O, cuando menos, gente que actúa con bondad en ocasiones: con apacibilidad e inclinación al buen humor. Resulta harto difícil encontrarla, ocupados tantos en afanar, trincar, mentir, pillar, inhibirse de responsabilidades y culpas, ventilar mierda si los atrapan, mirar para otro lado o meter la mano en el cajón, insultar, dar voces destempladas, negar lo evidente, ejercer de cara cementada y de sinvergüenzas natos, agredir. Me decía mi peluquero antier: «Chico, es que parece que se aplaude a los mangantes, por listos y cucos, y que la gente que cumple somos unos pringaos». Denunciemos lo malo, indignémonos contra ello, usemos de los medios precisos y rotundos para derribarlo. Pero proclamemos también las bondades que andan por ahí, a pie de calle, prestas a que sonriamos un poco y llevemos el trago cotidiano de la mejor manera posible.

Pongo mi caso, ya que me tengo tan a mano. Este mes, hube de tomar unos cuantos taxis para acudir al hospital por asuntos rutinarios. Cierto día me tocó en desgracia un taxista tóxico, malaje, encabronado. Haciendo caso omiso a mis ruegos para que cerrase el pico, me largó en el cuarto de hora de trayecto un rosario de desgracias sanguinolentas: una cuñada se había cortado con un cuchillo y le había llenado el coche de sangre; un pasajero había sufrido un ataque justo por donde íbamos y le había llenado de vómitos la tapicería; otro qué se yo qué vísceras dejaba asomar€ Entré en la consulta demudado.

Pero días después me tocó en suerte una taxista buena, prudente, serena, con jazz puesto en la radio del coche. «¿Le molesta la música?». Como le dijera que no, que al contrario, me desgranó una anécdota: «Lo digo porque llevé antes a un cliente y sonaba el Round Midnight de Miles Davis, un monstruo, ya sabe. Al cabo de un rato, el tipo habló: ´Oye, perdona que te lo diga, pero ese que toca la trompeta no tiene ni puta idea´». Nos reímos tanto que entré en la consulta y el médico me dio por sano solo con ver mi cara feliz.

El tóxico es el embajador del mal, el narrador de odios. El bueno, quien te da lo mejor de su verbo y maneras. El tóxico que va para chorizo sin escrúpulos o ya lo es no cierra su comercio a las cinco de la tarde para acompañar largo rato al forastero perdido hasta la dirección que busca: ese placer disfruté en Albergaria-a-Velha, en la Plaza Fernando Pessoa (lo juro, hay testigos). El tóxico que acabará en el furgón policial por mangui grita: «¡Marisco, marisco, menos arte y a comer!», ajeno al dulce viaje cultural en ´moliceiro´ por los canales aveirenses. El tóxico que irá a la sección de sucesos con foto incluida no será quien preceda a mi coche con el suyo para guiarme a la salida de Águeda, la villa de los paraguas de colores. Peste de cenizos, huyan de ellos, no permitan que nos enfanguen con su miseria vital: es lo que pretenden.