Es verdad que la silueta de Julio Cortázar deambula, lo ha hecho, por muchas ciudades; que su literatura huele a la multiplicada existencia del ser humano; aún así las cosas, su sombra y todos los que buscamos pisar sobre sus tonos grises, está en París. Hoy y siempre se nos aparece el escritor entre las páginas de los diarios del día; en la taza del café del desayuno, frente al mirador en el que convirtió su vida y su palabra. París es también la última madrugada, la mugre final que deja el nostálgico recodo de paz (bellísimo rincón para los amantes) en un solitario encuentro con su figura de hombros altivos.

El escritor lo dice, lo sueña, lo piensa e interpreta el amor, y sus codicias, sus ambiciones de piel y estrechamiento de sangre. Cortázar vive en una estación del metropolitano, entre los viejos humos de las chimeneas llorosas; una frase, un trozo de papel olvidado en el bolsillo de la gabardina, ha de ser el monumental acoso de la existencia del hombre en busca de lo imprescindible y vital. Hay pisadores de sombras profesionales que coleccionan siluetas como de individuos asesinados; hay quién rebusca, ahora que se cumple su centenario, la pared donde escribió el argentino huido de la injusticia, el mar de sílabas que es su literatura.

Coquetea la ciudad con sus luces reflejadas, con el olor a brea de las barcazas vivas y habitadas; más allá de invenciones literarias y de aposentos de amor para multitudes, está la sombra y raíz del hombre y su universal deseo de libertad y de narración. Cortázar en la tormenta personal también es un autor asequible y pletórico de optimismo. La mano en su hombro; su mano en el hombro de tantos que sueñan con pisar su sombra, por mecerse en la del árbol rosa del Marais, que anda escuálido de invierno en invierno; retorciendo el tronco para verle caminar entre los fugitivos de todos los delitos. Porque París también es una cárcel abierta a los soñadores prófugos, a los carteristas de amores infundados y prohibidos. Y el autor lo cuenta con ese misterio y magia que le eleva sobre los puentes, sobre las mansardas, que se cuela por las últimas buhardillas de los bohemios tiritando de frío.

El viaje al interior del hombre lo realiza Cortázar como el sabio consecuente analiza la esperanza y la furtiva luz de los miedos acabados. Entre sollozos que son la propia angustia de los desheredados. Hay en su literatura siempre un hallazgo; un inesperado y memorable acento clásico, de bronce bruñido a golpes de yunque. Y suena la bocina de un carbonero que tizna el agua y remansa el hambre al tiempo que grazna por la chimenea, el dolor de la ciudad. Hace cien años nació Julio Cortázar.