Que cualquier tiempo pasado fue mejor es una creencia asumida. Y el de la Transición no iba a ser menos. En medio de la desazón actual, algunos tiran de nostalgia y la elevan a la categoría de mito. Pero si nos fijamos bien, Manrique no dijo exactamente eso. No dijo que cualquier tiempo pasado fuera mejor, sino que nos ´parece´ que fue mejor. Yo, por ejemplo, recuerdo aquel tiempo como una época convulsa, caótica, difícil. Será porque coincidió con mi servicio militar en Vitoria, en un País Vasco en llamas, y con una crisis económica muy dura. Si me sigue pareciendo mejor es porque me trae a la memoria juventud e idealismo. Eran los años en que, siguiendo la estela de nuestros mayores del mayo francés, estábamos convencidos de que bajo los adoquines encontraríamos la playa.

No existe mito sin héroes ni dioses. Así que la Transición mitificada los tuvo que crear. Uno fue Juan Carlos, el Borbón tutelado por Franco, que se consolida definitivamente en el poder, con la categoría de ´intocable´, tras el enigmático intento de golpe de Estado del 23F. Otro fue Jordi Pujol, que reinó en Cataluña y parte de España, con el titulo de Honorable, durante más de dos décadas. Ambos compartieron un tiempo y una forma de hacer política. Ambos fueron maestros consumados en el arte de pactar. Hábiles funambulistas en un circo político inestable. El primero logró ganarse definitivamente al PSOE de raíces republicanas para su causa; y el segundo garantizó mayorías al PSOE y el PP a cambio de sacarles el saín.

Hubo otros héroes y dioses en aquel Olimpo de la Transición, pero menos duraderos y por lo tanto, menores. Suárez se estrelló en las urnas con su CDS y terminó desapareciendo del mapa. Carrillo, tras su salida del PCE, se echó al monte y fundó el PTE-UC, para luego volver, ´centrado´, a la órbita del PSOE. Fraga se tuvo que retirar a su feudo gallego después de varios varapalos electorales a escala nacional€ Es verdad que durante algunos años la figura ascendente de Felipe González llegó a eclipsar al resto, pero también terminó apagándose por lo que ya sabemos.

Juan Carlos y Pujol, sin embargo, mantuvieron el tipo, cada uno en su enclave. Uno, haciendo lo que le daba la gana, ante la pasividad de la prensa y de una clase política acomodada, como si su reino no fuera de este país ni de este mundo. El otro, señoreando en una Cataluña que iba modelando a su imagen y semejanza, agigantando su figura de Honorable entre un sector nacionalista cada vez más amplio, y finalmente echándose al monte del independentismo aprovechando el río revuelto de la crisis económica.

Tuvieron que pasar los años para comprobar que aquel pacto constitucional idílico no había dado a luz al país soñado sino a un país contrahecho, donde la especulación y la corrupción política encontraron un terreno abonado. Como han tenido que pasar los años para comprobar que ni el monarca ni Pujol fueron lo que parecían.

El agotamiento de la monarquía juancarlista trajo la abdicación inesperada del rey. A esta desafección contribuyeron sus desmanes personales, su vida sibarita, sus cacerías de todo tipo, la falta de transparencia de sus finanzas€ pero sobre todo las presuntas tramas de corrupción económica que se tejieron en su entorno.

La caída en desgracia de Pujol no ha sido menos aparatosa. Fraude fiscal continuado en el tiempo, presunto enriquecimiento ilícito de él y de su familia, corrupción en el ejercicio del poder€ Un cúmulo de cargos que hace añicos la triste figura de quien quería confundirse con la imagen de Cataluña y en estos momentos se confunde con la de un vulgar ´chorizo´.

Las cosas ya no son lo que eran. Ahora, quién lo iba a decir, el antes todopoderoso Juan Carlos anda ´desaparecido´, y el molt honorable, desposeído de sus medallas de guerra y queriéndose también perder. Dos vidas paralelas, en el fondo. Dos trayectorias clave de la Transición que se desploman al mismo tiempo que aparecen síntomas de desmoronamiento del sistema político que ella alumbró.