Llega agosto y con él las vacaciones, el olor a sal y el calor pegajoso y espeso del mar. Los días se detienen o se alargan somnolientos por el tedio, las siestas y el descanso. Es tiempo de lecturas largas, de sandías, de tomates, de sopas frías, de mermelada de mojito, de reencontrarse con viejos amigos, de postales y de viajes. La actualidad se detiene, aparentemente, como un punto y aparte que espera con nerviosismo la rentrée del otoño. En verano, los adolescentes apuran el rito de paso de un primer noviazgo, de un primer amor truncado. Los niños juegan en la piscina o en la playa, con esa desenvoltura única de la inocencia, alejados de la presión agotadora de la escuela -bendita infancia si se pudiera recuperar-. Europa se vuelve mediterránea agolpándose en las playas y los festivales de música clásica -Lucerna, Bayreuth, Salzburgo, Glyndebourne- se suceden con vocación de gran balneario de la cultura, de sismógrafo, incluso, de los cambios políticos que están por llegar. En el Salzburgo de los años 30 -lo cuenta en sus dietarios el poeta Stephen Spender y el filósofo Isaiah Berlin en su correspondencia-, la figura de Toscanini ejemplificaba la resistencia moral frente al ascenso del nazismo. En la década siguiente, ya fue Hitler quien utilizó el santuario musical de Bayreuth para proclamar la pretendida superioridad racial de los arios. De hecho, el eco del combate entre el Romanticismo y las doctrinas liberales, entre la primacía de las emociones y el fino ajuste de los equilibrios, resuena aún como un debate inacabable. Dice Josep Pla en El quadern gris que lo que distinguía las tertulias de café en el pueblo o en la ciudad, era que en las primeras se tendía a los juicios abstractos y definitivos mientras que en las segundas primaba una casuística pragmática. A otra escala y de otro modo es algo completamente actual, ya que las exageraciones disfrazan la naturaleza humana y la ahuecan por dentro.

Sostenía Pío Baroja que no se pueden esperar grandes cosas de un pueblo que sólo dispone de un libro. Quizá se podría aventurar que tampoco cabe esperar mucho de las sociedades que persiguen una única idea, ya sea la grandeza descomunal de los monumentos, la igualdad por decreto o el enriquecimiento rápido. Como contraste, el pueblo judío, para el cual la Biblia era un arcano a descifrar, un misterio ante el que cabría incluso el descreimiento, el escándalo o la duda. Me fascinan las identidades rotas que no es lo mismo que las identidades enfermas.

Las primeras se alimentan de muchas voces; las segundas sólo desean imponer su fanatismo. Las primeras reivindican el valor de los límites, porque ninguna certeza resulta definitiva; las segundas ajustan la realidad a sus propios prejuicios, que no son sino el rostro del miedo y de la inseguridad. En una identidad rota cabe la paradoja de la inteligencia y de la fortaleza; en una identidad enferma sólo rastreamos las servidumbres de un deseo dominante, no su grandeza, no su originalidad.

Por otra parte, la revista Forbes ha seleccionado el pequeño y selecto Williams College como la mejor universidad de los EEUU, en lugar de la habitual panoplia de centros que forman la prestigiosa Ivy League. Con su hálito oxoniano, el Williams College se distingue por la calidad de su educación humanística, deudora de los principios de la vieja escuela. De los elitistas old boys de Eton al renovado afán por los valores de una cultura clásica, uno se pregunta si no asistimos a una pirueta más de la moda. Lo cool ahora sería leer a Platón con un gin-tonic en la mano o un drama shakesperiano en la cama de un Bed and Breakfast cooperativo. Quién sabe si aprender a interpretar la caída de Jordi Pujol -o la de Jaume Matas o la del folletinesco Luis Bárcenas- como un capítulo de Tucídides o un retrato de Suetonio ayudaría a relativizar la supuesta excepcionalidad de nuestra época. Las modas son días contados que, como la espuma, suben y bajan, para caer al final en el olvido. Sin embargo, los mitos perduran al igual que la condición humana de la que son el reflejo.