Don Felipe de Borbón se presentó ante los españoles como un monarca del siglo XXI, sensible, con un discurso ilusionante y conciliador pero que encierra una profunda crítica. Algo no marcha cuando el nuevo Rey se siente en la obligación de llamar a la unidad de la nación y al entendimiento entre los partidos. Algo funciona deficientemente cuando tiene que recordar que los ciudadanos deben ser el eje de la acción política, que su generación necesita recuperar la confianza en las instituciones. En un país asediado por los escándalos de corrupción, Felipe VI se comprometió a ser un Rey ejemplar. Haríamos mal todos en no reflexionar sobre esas palabras y seguir el camino que marcan.

Ayer fue proclamado un monarca para una nueva era. Es momento de reconocer la extraordinaria aportación de Juan Carlos I a la democracia durante tantos años. En sus discursos ante las Cortes de 1975 y 1977, asentó el periplo que deseaba recorrer junto a los españoles en tres principios: el pluralismo, el respeto y la equidad. Se ganó la legitimación en la práctica por haber contribuido de forma decisiva a traer la democracia y a mantenerla frente al golpismo. El reinado presenta algunas sombras al final, más derivadas de algunas conductas personales inadecuadas, que han calado en la opinión pública, que de fallos en el ejercicio de sus funciones constitucionales. Pero de la tarea global cabe inferir un balance ampliamente positivo.

El pueblo español tuvo un comportamiento excepcional durante la Transición. Ese salto histórico fue posible por la grandeza y el sacrificio de los ciudadanos, que ayer agradeció con justicia Felipe VI, y por la sensibilidad de unos políticos a la altura de las circunstancias que supieron captar sus inquietudes. La larga etapa de progreso abierta entonces embarrancó con la recesión. Algunos de los pilares que la sustentaron comenzaron a agrietarse por la corrupción y el despilfarro.

La intensidad y larga duración de la crisis, la renovación generacional y la revitalización del nacionalismo catalán han supuesto una revisión crítica del pasado y la caída en un cierto adanismo. Hasta el punto de que casi parece que España no haya vivido el periodo de mayor bienestar y desarrollo económico y social de su historia, de haber tenido el mérito de erradicar el terrorismo de ETA o de que grandes empresas, científicos, intelectuales y deportistas españoles destaquen por su relevante actividad en el mundo entero.

El caso es, de todas formas, que una generación de políticos está prácticamente amortizada y casi todos los partidos buscan líderes que no hayan vivido el desmontaje de la dictadura. El PSOE quiere agarrarse, como los populares, a una valoración positiva de la Transición pero en su interior comienza a surgir una tendencia dirigida a romper con ella, lo que podría poner en un brete a la misma monarquía.

El rompecabezas de la España de hoy no reside en la forma de Estado, como ha dejado patente un reciente estudio del profesor Mauro Guillén que demuestra que las monarquías parlamentarias tienen gran estabilidad y, por tanto, aportan mayor valor añadido a la economía. La cuestión está en gobernar el país de manera eficiente, dando ejemplo, en especial cuando la situación requiere, como es el caso, apretarse el cinturón y sacrificarse para conseguir un futuro más próspero y más justo para todos. La falta de una socialdemocracia moderna y solvente puede convertir a la izquierda en una jaula de grillos frente a una derecha que no necesita de tanto aparataje militante para defender una forma de entender la vida. Si se produjera la falta de una alternativa solvente sería muy grave.

El reinado de Felipe VI debe coadyuvar a resolver los problemas de España pero tampoco hay que exigir al nuevo Rey atribuciones que exceden con mucho su papel equidistante, representativo y moderador. Como muy bien apuntó Miguel Roca Junyent, uno de los padres de la Constitución, a los políticos, no al Monarca, corresponde hallar remedio a los males del país. Por la responsabilidad que les han conferido los españoles, las formaciones mayoritarias están obligadas a colaborar en la búsqueda de una salida a la grave crisis económica en la que todavía estamos inmersos, a pesar del clima de confianza que empieza a notarse.

Esa lucha tiene un objetivo urgente e ineludible: crear bienestar para poner fin al paro lacerante que postra a millones de españoles, acrecienta las desigualdades y dinamita la cohesión social. El nuevo Rey ha marcado el camino al señalar las nuevas tecnologías, la ciencia y la investigación como «las verdaderas energías creadoras de riqueza». Y, naturalmente, a los partidos compete dar con la fórmula para que la mayoría de los catalanes y de los vascos se sientan, junto con el resto de los españoles, cómodos en un país más próspero, más justo y sin privilegios para nadie.

El tiempo nuevo al que ayer se refirió Felipe VI plantea desafíos que corresponde asumir al conjunto de la nación. Sus palabras pueden servirnos de inspiración para reconducir por el camino adecuado, sin los errores del pasado, la situación de un país que vuelve a necesitar, 39 años después, el viento fresco de la renovación, y un impulso ético para recuperar la confianza en nosotros mismos.