España necesita más Jobs, que no solo se traduce por 'empleos' en el cerebro bilingüe de Ana Botella. Alude asimismo al visionario Steve Jobs. Su fallecimiento vino seguido por la proclamación de la creatividad como pasión dominante. Pasado un tiempo prudencial, que levante la mano quien se desempeñe en un entorno laboral o académico inspirado por el mago norteamericano. En el ejemplo más próximo, la canonización del fundador de Apple contrasta con un país enamorado de la hidra burocrática, que ahora agarrota la sucesión al trono como si nada hubiera cambiado en los últimos cuarenta años. Hasta el fútbol ha corregido su reglamento durante este lapso. ¿Compraría usted un ordenador fabricado en 1975?

En el elogio de su locura, conviene recordar que Jobs ofrece resultados, al dirigir desde la heterodoxia una de las empresas más rentables de la historia. Combinó la ausencia de prejuicios con la necesaria fortaleza de carácter para rematar su trabajo, en claro contraste con un país encadenado a la tradición y encima débil. La espontaneidad no se improvisa, pero la pretensión de ralentizar a los ciudadanos al ritmo de la corona solo eternizará el problema que condujo en primer lugar a la urgentes sustitución del rey. El problema no radica en haberle otorgado a Don Juan Carlos la inviolabilidad sino la inmutabilidad, hoy se paga el precio de pensar que 39 años después conservaría sin erosión la frescura de sus inicios. Hasta la divinidad evoluciona del Antiguo al Nuevo Testamento.

No toda España necesita más Jobs, la emergencia se acentúa en el mundo político. No existe un solo gestor público comparable a Ferran Adrià y Pep Guardiola en sus respectivos campos, por citar dos ejemplos que podrían disputar a Jobs el liderazgo de la ruptura creativa, desde la pericia previa que el cocinero reivindica en una esclarecedora entrevista en el semanario Time. Siempre bajo la premisa de rentabilizar sus sueños. Frente a la reclamación de libertad en campos de normativa estricta, los gruñidos del presidente Rajoy y la emperatriz Soraya no apelan a la Constitución, sino a la pereza que es su única fuerza motriz. En el fondo, incluso el texto de los setenta les parece peligroso, y preferirían refugiarse en el Código de Hammurabi para asentar su inmovilismo.

A falta de más Jobs, España necesita más Adolfos Suárez. El poso del espíritu suarista serviría de sucedáneo al hippie contracultural estadounidense. La transición que asombró al mundo no fue un producto de laboratorio, sino el fruto de un accidentado bricolaje a la altura del corta y pega darwiniano. Pese a ello, ha sido esgrimida como modelo por geografías contrapuestas como Polonia y Sudáfrica. El éxito no se basó en la creación de moldes burocráticos con voluntad de perpetuidad, sino en el coraje de romperlos cuando se demuestran inservibles. Frente a aquella audacia en una época tempestuosa, los españoles se han contagiado hoy del miedo a sí mismos.

Cuando arrecian las dificultades, lo contrario de la creatividad no es la estabilidad, sino el trapisondismo perceptible en la sucesión al trono. A la hora de desertar de la segunda transición, Rajoy se aferrará a otro clásico estadounidense, el lema de que «si no está estropeado, no lo arregles». Este pronunciamiento olvida que la abdicación del rey no se produce en plenitud, sino en el momento de mayor desprestigio de la institución que encabeza. La puntuación oficial de 3,7, por debajo de la adjudicada a la prensa, supone un desplome estrepitoso para una función meramente simbólica. La recuperación viene lastrada por la esclerosis de un país que ha perdido la ilusión de experimentar. De la cacareada Marca España, el presidente del Gobierno se queda solo con la primera mitad, especialmente ahora que se avecina el Mundial.

Los riesgos asumidos el siglo pasado, en la génesis que no restauración monárquica, garantizaron su perdurabilidad al transformar la predestinación inasumible en competencia probada. Como a Jobs, al rey se le juzgó por sus resultados, no por su estrambótico origen. El conservadurismo contagiado hoy hasta a revistas satíricas como El Jueves no avala la sucesión tranquila, sino la instalación en la incertidumbre. El Príncipe-Rey habla de 'impulsar la creatividad', pero con entonación de tópico que olvida que debe empezar por aplicársela a sí mismo. La buena noticia sería que su acceso al trono no volviera a repetirse en otros 39 años. Nadie puede garantizarlo, porque los juramentos eternos se renuevan con periodicidad semanal.