Los cambios políticos iniciados dentro del PP, debido al alejamiento de Valcárcel de esta Región, habrán de intensificarse en trece meses con motivo de las elecciones locales y autonómicas; esto me invita a reparar en el trance de esos políticos que ven su posición peligrar y que en muchos casos irán siendo cesados, sustituidos, amortizados. El político amortizable, en general, es aquel que, sin solidez propia ni suficiente arte para convertirse en estructura de su partido, depende de numerosas -demasiadas- variables para ser, primero, seleccionado y, luego, defenestrado.

El político amortizable al que me refiero, aunque pertenezca al grupo de los que siempre han estado con la política fácil, esperando que de sus méritos se derivara la correspondiente llamada del jefe, puede que provenga del franquismo tardío, en el que hunde sus raíces, bien personales, bien familiares, bien económicas; y en el que prosperó con mucha más adhesión que crítica, trasvasando sus querencias, generalmente por gravedad, a la UCD transformadora (sic) y, más apropiadamente, a la derecha transformista (de apelación variable pero de fidelidad inquebrantable) devenida en PP. Se ha instalado, pues, en la corriente dominante, mayoría conservadora por supuesto, gran generadora de vínculos, alianzas, intereses; y cimiento imperturbable de la España de siempre, inmune hasta hoy a cualquier repaso por nimio que resulte: ni liberal ni burgués ni regenerador (no digamos progresista).

El político amortizable no duda en sentirse cómodo, incluso feliz, en una mayoría repetida, empachosa, aburrida y no pocas veces vergonzante; y aunque un día se alarme del hedor de su partido, enfangado en mil trapacerías hasta pensar que -como su decencia resistente le susurra- debiera ser declarado ilegal, desvía su cerebro de tan molestas reflexiones, se aferra a la doctrina salvífica de la presunción de inocencia y tira para adelante convencido de que los demás son o iguales o peores. Aunque si alguien -héroe, refundador, figura carismática- tuviera lo que hay que tener para proceder a la limpieza y la catarsis, con expulsión de la poderosa caterva de sobrantes (o sobreros: ya me entienden), sin dudarlo promovería sus silencios en capacidad de contribución al renacimiento y a €perpetuarse.

En sus íntimos conciliábulos, el político amortizable se ve controlando casi todo, con los suyos, en una región conservadora, más subdesarrollada y menos culta que la media, con muy persistentes complejos de inferioridad; circunstancias todas ellas que, lejos de estimularle al trabajo, la humildad y las políticas serias y oportunas, sociales y reformadoras, le hacen vivir con entusiasmo todo tipo de proyectos pretenciosos e innecesarios: espejismos y espantajos que, por su mala cabeza, una y otra vez lo cubrirán, así como a su gente, de escarnio y de ridículo. Y, con una más que curiosa idea de la equidad y la justicia territoriales, no le importará contribuir, sino todo lo contrario, a la zafia proclama del ´Agua para todos´, cuando lo que quiere enunciar es ´El agua de los otros para nosotros (que la merecemos más)´; queda descartado el molestarse en considerar las realidades y derechos de otros pueblos, otras tierras, ni en el inevitable futuro de escasez, de prudencia y de sensatez (es decir, de inteligencia afinada, curada de demagogia).

De un ejercicio político tan gris y anodino, aburrido y deslustrado, el político amortizable acabará, seguramente, alterado y demediado, frustrado y perjudicado. Si es abogado, saldrá quizás con la burla y la trampa de la ley aprendidas; si economista, puede que con la digestión perversa de la letra pequeña de los manuales, también llamada política económica; si ingeniero, ceñido más, si cabe, a la fe cuantitativa, de tantos réditos políticos, del ´Burro grande, ande o no ande´; si empresario, con el ego del creador de riqueza colgándole, cual bromista monigote, de una espalda hecha a cargar, en poco tiempo, carros y carretas; y si un ciudadano sin más, mandado corriente y moliente, sin más poso aparente que haberse formado en el cultivo del olfato oportunista -vulgo, aventurero- el mérito indiscutible de haberse hecho a sí mismo, que siempre será garantía de futuros aprovechamientos.

Aunque de entre esta tipología, y sea cual sea su profesión en el siglo, el político amortizable puede que haya puesto tanto interés en esa mayoría estéril forzosamente decadente que -ya que guarda, sensible, una moral homologable- podrá llegar a incomodarse cuando sospeche que vive de la sopa boba, y recuerde de paso que ha olvidado lo que tuvo por profesión (aun reconociéndose dispuesto a todo por no volver a ella). Porque en su fuero interno ni le satisfacen esas broncas ventajistas con la oposición ni las misiones que, como cancerbero del jefe, cumple arremetiendo contra los que dudan de su competencia o critican sus desvaríos. Que ya aprendió, antes que nada, a interpretar correctamente la mirada, el guiño o el solo pestañeo del líder acosado: «Hala a por él, que es tuyo». Pero, error craso, porque al ridículo metafísico de inquisidor vicario se le habrá de añadir, más pronto que tarde, el demérito del abuso y el agravio; y esto, que es trocar la profesión de fidelidad en inepcia inevitable, se acaba siempre pagando.

(Aunque no debiera descartarse, si el político amortizable ha sido directivo de la CAM, contribuyendo en consecuencia, a hundirla y a desplumarnos, que en premio a su estulticia, la banca privada lo requiera, para que amplíe su experiencia en futuras y quizás más notorias exacciones al dinero de la gente, al erario del Estado.)

El político amortizable, en fin, mantiene hasta el último momento su fe en la permanencia, e incluso en el ascenso; luego, tras ser disuelto o fulminado comprobará, dolorosamente, que el mundo sigue girando: y que ni era necesario ni, seguramente, deseado.