España, este reino, en el breve lapso de dos años ha pasado de ser considerada en el exterior como un ejemplo de país progresista a todo lo contrario, es decir, ha pasado a formar parte, junto con Polonia o Irlanda, de los países más retrógrados e integristas, una especie de reserva espiritual de Europa en materia de legislación sobre el derecho a la interrupción del embarazo. Ese paso se ha dado desde un Gobierno que se aleja de la sensatez para adentrarse en terrenos propios de un radicalismo antisistema y lo hace escudándose en argumentos falaces que rezuman precipitación e hipocresía por todos lados.

En primer lugar, el Gobierno adelanta una ley sobre el aborto que suprime un derecho y condena a las mujeres sin recursos económicos a prácticas abortivas clandestinas, sin esperar al dictamen sobre el recurso que el propio PP presentó ante el Tribunal Constitucional cuando el Gobierno de Zapatero aprobó la actual legislación de plazos. Arguye el Gobierno a su favor el cumplimiento de su programa electoral, cuando para todo lo demás la argumentación es la contraria: hay que hacer lo que hay que hacer aunque sea lo contrario de lo que prometía el programa. El resultado es que incumplen su programa electoral en materia económica, laboral, social y de derechos civiles pero alardean de cumplirlo en este asunto.

Algunos desde el Gobierno pretenden hacernos ver que creen que los votos que les dieron la mayoría absoluta se debieron a un clamor contra la ley de plazos y a un reclamo de la penalización del aborto, cuando, en realidad, esta ley no pretende satisfacer una demanda de la mayoría social, sino de la minoría ultraderechista que forma el núcleo duro del PP y que está en su ADN. Haciéndose eco de esa demanda minoritaria, el aborto ha pasado de ser un asunto propio del ministerio de Sanidad a serlo del ministerio de Justicia y, en consecuencia, a ser un asunto del ministro Gallardón.

Gallardón esgrime como principal argumento los derechos del no-nacido. Con ello se alía con un pensamiento radical e integrista internacional que suele acompañar su ideario con acciones de castigo en las que aplica, por la vía directa, la justicia divina contra pecadores y pecadoras. Por eso su proyecto de ley sólo ha recibido el apoyo explícito de fanáticos, de la cúpula episcopal y de los dirigentes de la ultraderecha francesa del Frente Nacional.

A diferencia de los derechos humanos, los derechos del no-nacido están todavía por ser reconocidos porque, salvo para los fundamentalistas, no constituye una verdad indiscutible que un feto humano sea, en acto, un ser humano. Este debate es como un viaje en el tiempo, un viaje a un tiempo pasado, concretamente al siglo V, aquel tiempo en el que los Padres de la Iglesia entretenían sus horas en luchas de poder metafísicas discutiendo sobre la naturaleza de Cristo, la Santísima Trinidad o la unión del alma con el cuerpo, que era como entonces enfocaban el asunto del aborto. Mientras que los debates sobre la naturaleza de Cristo y de la Trinidad tenían carácter teórico porque sólo afectaban al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, el debate sobre la unión del alma con el cuerpo desde una perspectiva creacionista tenía carácter práctico porque afectaba a las mujeres y a su voluntad de asumir o no asumir un embarazo. Tal vez por ese motivo, sin llegar a un acuerdo sobre los otros dos asuntos se impuso su declaración como dogmas de fe, pero en cambio, sin acuerdo ni conclusión respecto al momento en el que un feto se convierte en ser humano, se relegó el problema al olvido y se dejó la cosa como estaba: las mujeres decidían.

El afán normativo del presente, sin embargo, pretende no ignorar ningún resquicio de la realidad ni dejarlo sin legislar, por lo que esa voluntad de la mujer que decide sobre su maternidad ha de ser convertida en derecho o en delito. Por pura coherencia, el reconocimiento de esa voluntad como un derecho implica la aceptación del aborto libre o una ley de plazos. Por el contrario, la negación de esa voluntad como derecho implica considerar el aborto como un delito. Pero si es un delito, un asesinato, lo es en todos los supuestos, sin excepciones, y como tal debería ser castigado por la ley. Y ahí tenemos a Gallardón en la encrucijada, porque a la vez que considera el aborto como un delito y ha de dar satisfacción al núcleo duro del PP, es más o menos consciente de que este tiempo no es el de Savonarola ni el de Torquemada. De ahí que haya dado a luz un engendro legislativo.

Después de todo lo dicho, una duda me corroe, la de si todo este asunto del aborto no será una estrategia de distracción del Gobierno para que nos olvidemos de lo que de verdad nos importa, el pan nuestro de cada día.