Están a la vuelta de la esquina y, sin embargo, se habla muy poco de ellas. O no interesan o llegan en mal momento. El caso es que Europa ya no es lo que era. Lejos queda el entusiasmo europeísta de los años ochenta y noventa cuando España se integró, con un gran respaldo social, en este ambicioso proyecto. Europa era entonces, como alguien dijo, una bocanada de aire fresco, una gran región acogedora en la que uno se sentía bien. ¿Qué ha pasado después para que se haya roto este idilio? ¿Por qué encontramos cada día que pasa mayor desafección entre los ciudadanos hacia las instituciones europeas?

Algunas de estas cuestiones fueron abordadas hace unos días en un coloquio organizado en Bruselas por tres prestigiosos periódicos europeos. De lo hablado, yo me quedaría con una idea que me parece esencial: Europa se ha olvidado de lo social y se ha quedado sin objetivos. La desafección europea irrumpe, en realidad, con la llegada de la crisis financiera y el colapso de las economías del sur de Europa, y se intensifica con la respuesta a esta crisis: la imposición por parte de Alemania y de otros países del norte de una política de austeridad brutal, acompañada de sacrificios crueles, que ha incrementado el paro y nos ha empobrecido. La crisis se convierte así en el pretexto perfecto para recortar derechos y socavar el llamado estado de bienestar.

El funcionamiento de las instituciones europeas es, por otra parte, bastante pésimo, cuando no penoso. Bruselas y Estrasburgo se están convirtiendo, de hecho, en un refugio de políticos regionales o nacionales rebotados o amortizados, a los que se conoce como ´zombis eurocráticos´. Y por si fuera poco, a la mala imagen que arrastra Europa se añade ahora, en nuestro país, la polémica sentencia del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo que anula la ´doctrina Parot´. Sobre este fallo, me limitaré a decir que una cosa es lo que nos pida el corazón o las vísceras, y otra bien distinta el principio de legalidad. Por mucho que nos duela, cuanto menos interferencias haya en entre ambos, mejor.

Aparte de esto, lo que está claro es que los tiempos de crisis no son propicios para el federalismo, sino todo lo contrario. Los países se suelen replegar en defensa de sus intereses nacionales y algunos sectores de la población se radicalizan en busca de chivos expiatorios externos. Y esto tendrá su reflejo en los próximos comicios. En España habrá, con toda seguridad, una abstención récord y en algunos países, como Francia o Gran Bretaña, los partidos antieuropeos de extrema derecha incrementarán sus votos. Una subida que minará, si cabe más, la legitimidad de Europa.

Que España pueda estar fuera de Europa es algo que nunca he podido concebir. Dicho esto, también he de confesar que me resulta cada vez más difícil sentirme bien dentro de esta Europa, insolidaria, obsesionada con la austeridad y que se olvida de la justicia social y de sus ciudadanos. La pregunta que nos hacemos ahora, cuando vemos cómo van cayendo muchas de las conquistas conseguidas bajo el paraguas de la construcción europea, es si otra Europa es posible. Una Europa que impulse la creación de empleo, erradique los paraísos fiscales y defienda los derechos sociales y las libertades individuales.

Como dijo acertadamente Laurent Joffrin en ese coloquio: a los pueblos de Europa les gusta cada vez menos la política europea. Y como Europa no puede cambiar de pueblos, lo que debe hacer es cambiar de política.