Benito Pérez Galdós, en 1912, escribía en Los Episodios Nacionales, en el apartado XX, Cánovas, lo siguiente: «Los dos partidos que se han concordado para turnarse pacíficamente en el poder son dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar en el presupuesto. Carecen de ideales, ningún fin elevado los mueve; no mejorarán en lo más mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza, paupérrima y analfabeta. Pasarán unos tras otros dejando todo como hoy se halla, y llevarán a España a un estado de consunción (€) No acometerán ni el problema religioso ni el económico ni el educativo; no harán más que burocracia pura, caciquismo, estéril trabajo de recomendaciones, favores a los amigotes, legislar sin ninguna eficacia práctica, y adelante con los farolitos (€) No creo ni en los revolucionarios de nuevo cuño ni en los antediluvianos (...) La España que aspira a un cambio radical y violento de la política se está quedando, a mi entender, tan anémica como la otra. Han de pasar años, tal vez lustros, antes de que este Régimen, atacado de tuberculosis étnica, sea sustituido por otro que traiga nueva sangre y nuevos focos de lumbre mental».

Este es el país de nunca jamás, el país del cuento. La cíclica España que como señalaba Machado, don Antonio, claro, se debatía entre la sacristía y la idea. La España que se alió con el absolutismo frente a la Ilustración, la que no ve más allá de aquel país que se entronizaba y llevaba a su jefe bajo palio, la España de los dos partidos históricos de aquel canovismo sin compromiso social, de la contaminación de la corrupción interminable, la de la pérdida de conciencia, la España sumisa de pobres sin cobijo.

Nada de acabar con el sistema, sino de aguantar, de tener fe. El país de nunca jamás, el cuento de siempre, la misma obsoleta y necia certidumbre de una esperanza baldía; la miseria, el desgarro, la copla ñoña y los señoritos y los miserables tomando la manzanilla, la sidra o el tinto en la taberna.

Todo sin fin, todo eterno, todo muerto, todo en el jamás de los sueños, en la miseria padecida, la educación para los que pueden pagarla y las pensiones de los viejos echas trizas donde malviven varias familas con el retiro de un pan duro. Pero ninguno de esos partidos hará un programa de esperanza porque el juego es el mismo, de la misma razón, de la misma hipoteca constitucional, del mismo calibre de la injusticia. Y cuando se sepa que nadie puso remedio ya será tan tarde que estaremos hundidos en el infierno de la secesión de pobres y ricos, porque no habrá concienca en alerta ni se sabrá que vivimos a golpes y que ya no nos dejan salir a la calle porque seremos los terroristas antisistema y eso no es de la consolución salvadora de la boba monarquía, de la corrupción de cada día, de la mentira política, de la desvergüenza de un idioma desfronterizado entre la verdad y la razón. Porque la única razón es la de uno de los dos que mandará siempre. Y no hay otra salida que ir a votar con el estómago vacío.

El concordato del poder, como en Galdós, pastará en el pacto caciquil, burocrático, estéril. Ya no habrá más noticias que ensombrezcan la fiesta, y los farolitos se encenderán cuando suba la romería y vayan los poderosos y los tontos últiles a encontrarse con la música y el polvo del camino. Será todo como ayer, como hace un siglo, se llamen como se llamen, porque el poder no aspira a la felicidad de los hombres, sino a sobrevivir como aquellos que tenían un puesto junto a los luceros, como los conservadores y los liberales, como los de derechas y los de izquierdas después de la alerta de la crisis, de la revolución del capitalismo, de la política contable.

Todos a pastar, a brindar, a ganar. Mientras, los pobres habrán desaparecido de la noticia y ya todos analfabetos y sin curación posible verán en las basuras la redención de la carne. Y se darán la paz y nadie sabrá sino enloquecer en un país del nunca jamás, ya terminada para siempre la España de la idea, exactamente igual que hace cien años, pero con el deber de conocer que todo es igual, o parecido, los unos y los otros. Todos, salvo los desposeídos de todo, que les dijeron que verán a Dios cuando dejen la fatalidad en un ataud prestado, si es que está de su parte el Todopoderoso del nunca jamás, que siempre calla, a pesar de tanto miedo y tanto llanto. Y un nuevo escritor volverá a pensar que tenía razón don Benito cuando soñaba que esta tuberculosis étnica será sustituida por una nueva sangre y nuevos focos de lumbre mental.