Hasta ahora habíamos creído que lo que defendía Esperanza Aguirre era españolizar España. Frente al marianismo mudo, se trataba de reconstruir el Estado para volver a ser iguales, para tener una sanidad de todos, con hospitales abiertos a todos, y una educación en la que se estudiara esencialmente lo mismo en La Coruña, Gerona o Valencia.

Más que nada para poder viajar o vivir donde nos diera la gana. Un país grande para respirar frente a estas patrias jibarizadas de hoy. Un país donde escapar del campanario de la aldea, que es lo que se consideró progresista hasta que los autoprogresistas se convirtieron en mamporreros de los jíbaros. Salvando a Corcuera, bronco, sincero y español, de cuando los socialistas creían en la igualdad y en que el progreso era unir.

Pero ha ido Aguirre a Cataluña a halagar a ´una burguesía´, esa de ´la pérgola y el tenis´ que inmortalizó el gran Jaime Gil de Biedma, su tío, esa que consiguió colarnos el mito de su civilidad y su europeísmo, cuando en verdad lo único que habían hecho era explotar la cobardía del Gobierno de la Restauración imponiendo un proteccionismo que pagamos los demás, no sólo como mercados cautivos, sino como factorías de mano de obra barata. Esa que hoy les molesta tanto si pide que a sus hijos les enseñen también en español.

«Hay que catalanizar España», ha dicho Aguirre. Pero eso ya pasó. Ya no hay mito. Desde que se autogobiernan, su declive ha sido imparable. Cataluña es hoy la región más corrupta de España, según la Comisión Europea. O sea, que ya estamos bastante catalanizados. ´Mas´ no, por favor.