Si usted es novelista, corre el peligro de que el FBI o la CIA entren en su novela y le cambien el argumento. Llevaba tiempo pasándome, pero pensé que era un problema mío. Creía que olvidaba lo que escribía ayer porque cada martes, al sentarme frente al portátil y leer lo escrito en el lunes, tropezaba con diálogos que no identificaba como míos. Qué raro, me decía. Tengo un costado místico, de modo que llegué a pensar que una suerte de divinidad me hacía el trabajo por la noche, como a San Isidro Labrador, al que los ángeles le araban el campo.

No sé cómo se lo ararían a San Isidro, pero a mí me escribían fatal. Hasta yo mismo, que tengo la autocrítica y la heterocrítica hechas polvo, me daba cuenta de que aquellos textos eran infumables. Por cierto, que además de meter mano en mis novelas, de vez en cuando me escribían también algún artículo. Yo los enviaba a los periódicos convencido de que eran míos y resulta que no, aunque no he caído hasta que el tal Edward Snowden, exempleado de la CIA, denunció la invasión de la que somos víctimas. Significa que pueden ustedes atribuir al FBI o a la CIA aquellas columnas de un servidor con las que no se hayan sentido a gusto. Eran de los servicios secretos norteamericanos, quién lo iba a decir. No se sabe dónde acaba uno y empieza el espía o dónde acaba el espía y empieza uno.

Ahora bien, la idea de tener asignado a un agente que vigila todo lo que escribo y que se pone de los nervios cuando pongo la palabra bomba o la palabra revólver, quizá incluso la palabra aborto, resucita el asunto de la conspiración universal. Si la inteligencia de todos los países se había ocupado de desacreditar esta idea, tachándola de paranoica, ahora resulta que los paranoicos llevaban, o llevábamos razón. Para más inri, esa persecución de que somos objeto, instigada por instituciones poderosísimas, escondidas tras los servicios secretos, está dirigida por Obama, al que habíamos otorgado demasiado deprisa unas virtudes que, a la vista de los hechos, está muy lejos de poseer. Ahora bien, como les digo una cosa les digo la otra: no estoy absolutamente seguro de que este artículo que acabo de terminar sea mío o de ellos.