En mis escasas visitas al Congreso de los Diputados el encuentro con Alfonso Guerra por los pasillos o en el ascensor me ha producido siempre una sensación molesta. ¿Qué hace este fantasma aquí? ¿A qué dedica el tiempo que debe a los intereses de los españoles, a la izquierda, al PSOE? De su 'vida pública' siempre me ha sublevado su aparición, como un florero de tiempos en blanco y negro en la campa de Rodiezmo, con los mineros resistentes del SOMA, porque me parecía que resultaba prescindible, que violaba algo indefinidoÉ y yo lo atribuía a mi disgusto por verlo gallearse, tan tontamente, en uno de los paisajes mágicos de mi adolescencia cuando, con mis compañeros del colegio de León, fantaseábamos por las ruinas llamativas de aquella misteriosa 'fábrica de cobalto' de Villamanín.

También es verdad que al gracejo sevillano con su mijita de heterodoxia no tardó en caérsele la careta para devenir en la realidad hosca e inquietante de un Rasputín embelesado en su poder maléfico, en el trajín incesante del bandolero sin fe ni ley, en la farsa insoportable del privilegiado peligroso, en un bluff, en suma, histórico y sarcástico. Diputado desde 1977, ha ido marcando récords de permanencia en el Congreso al rehuir, tan numantina como evidentemente, el regreso imposible a un oficio inexistente. Tragó con lo de la OTAN, demostrando su banalidad, se implicó en cantidad de episodios turbios en los que su larga sombra era señalada con fundamento y, ya en la última etapa en la que los suyos dominaron, recibió, cualquiera sabe por qué, la presidencia de la Comisión más indolente, la constitucional, en la que sin embargo tuvo la oportunidad -y la aprovechó- de cubrirse de vergüenza con aquella modificación exprés con la que tanto PSOE como PP se humillaron ante los mercados abofeteándonos las dos mejillas. Y ahora, en esta última legislatura, ¿qué hará en el Congreso? ¿En qué Comisión verterá su sabiduría florentina de envenenador autodidacta (ya sin clientela)?, ¿Cómo eludirá la sospecha de que, simplemente, se aferra al escaño porque se le consiente estar a la sopa boba de una política en la que nadie -nadie: ni los suyos ni los otros- lo necesita?

Viene Guerra ahora promocionándonos sus memorias, pero el lector potencial sabe que, como es normal, lo importante de la vida del personaje no es lo que él mismo escriba sino lo que los otros escriban de él; más si se trata de examigos, excamaradas, exadmiradoresÉ si es que unos u otros consideran que -cumplido el tiempo y amontonadas las mentiras- merezca la pena.

El juez Garzón es otra cosa, y si lo saco a colación vinculándolo con Guerra no es sólo porque se hayan enfrentado los dos con motivo de esas memorias (y a causa del veneno guerrista, siempre eficaz) sino sobre todo porque su estilo me ha inquietado siempre: a ambos les ha faltado claridad, coherencia y sistema en su cuadro ideológico; y les sobra pasión por las candilejas, exceso de amor a sí mismos y a sus cualidades salvíficas. Porque las frecuentes apariciones como estrella de este juez, en las que no puede ocultar lo mucho que disfruta llamando la atención, trastocan lo que debiera resultar un transcurrir tranquilo, un comportamiento discreto y un servicio correcto a los ciudadanos con la aplicación de la ley; sin aspavientos exhibicionistas, conflictos gratuitos o traumas perniciosos. Que un funcionario está para eso: para cumplir con celo e incluso con radicalidad las funciones por las que le paga el erario público y porque media el juramento de servir a lo público. Y para enfrentarse, a tope, contra quien haga falta exponiéndose si es necesario ante quienes lo enfilen precisamente por su celo; pero con normalidad, cuidando de no salirse de su papel y de su mundo, conformándose con la -nobilísima, qué duda cabe- entrega a sus funciones jurídicas, sin esperar ningún premio en especialÉ y defendiéndose de quienes lo empujen al espectáculo. A Garzón debiera bastarle el actuar siempre como buen profesional y buen empleado público, procurando controlar sus impulsos malsanos, sabiendo, como sabe, que se le acecha y que, siempre en peligro de ser neutralizado, puede acabar vulnerando sus obligaciones y malgastando su buen hacer. Esa prudencia es elemental, y él no siempre la controla bien.

Porque si la propensión al protagonismo de Garzón está fuera de duda, su inutilidad para la política me parece más que probable. Así resultó cuando se dejó llevar por el relumbrón que Felipe González le prometía metiéndose donde no debía; y por eso celebro su no de ahora a ir en no sé qué candidatura al Parlamento Europeo que le proponía Gaspar Llamazares (dejando a éste desairado, sí, pero ahorrándole un futuro y posible bochorno). Que en política, el elemento espectáculo -habitual, pero sucedáneo y perturbador- me repatea.