Los seres realmente determinantes para la Historia se mueren siempre muchos años después que son dados públicamente por desaparecidos: así, el cantante Elvis Presley, la mona Cheetah y ahora el ex primer ministro italiano Giulio Andreotti, al que sus colegas conocían como La Eternidad. Elvis sigue vivo entre sus iguales extraterrestres casi cuatro decenios después de aparecida su necrológica, el chimpancé de las clásicas películas de Tarzán murió hará un par de años, setenta u ochenta después de lo que pensábamos todos, y el casi centenario Andreotti parece que se acaba de ir estos días metido en un féretro, pero creo que momentáneamente, porque siempre vuelve escondido en el maletero del próximo coche oficial.

Andreotti daba miedo porque era evidente que ese mínimo andamiaje de cuerpo no podía contener esa cósmica cantidad de astucia. Quien se entrevistaba con él tenía la impresión de estar hablando con algo insondable que había tomado una carcasa cualquiera. Con lo insondable siempre se puede uno entender: un tipo al que apodaban Belcebú no puede ser malo. En vida, se sentaba en un sillón durante épocas enteras, levantándose sólo para besar a papas y pezzi da novanta de la mafia siciliana, y parecía emitir ironías desde algún punto del espacio, fuera de su boca, como si estuviese siempre dos metros hacia allá. Ahora se ha terminado el proceso de desmaterialización: no sé lo que habrán sepultado en Italia, pero él seguro que descansando no está. Lo decían los políticos italianos: "Andreotti ya estaba aquí y seguirá estando aquí". Se referían al planeta, no al Gobierno. O sea, como decía una aparición espectral al psicópata de El resplandor en los lavabos del hotel Overlook: "Lo recuerdo bien, usted siempre ha sido el vigilante". Lo recordamos bien: Andreotti siempre ha sido el que estará aquí por los siglos de los siglos.

Se le otorgaban seriamente poderes de bilocación: mientras presidía una sesión del Parlamento estaba al mismo tiempo sirviendo personalmente sobres de azúcar con estricnina en el café a los arrepentidos que, en la cárcel, amenazaban con hablar. Muchos decían haberle visto meciendo en la alta noche las cunas de los bebés desaparecidos. Sus venteadas 'orejas de murciélago', según el periodista Indro Montanelli, daban sombra a varias generaciones italianas. Una sombra realmente oscura. Conforme pasaban los siglos, a Andreotti le fue subiendo la joroba y le fue bajando el cráneo hasta llegar a la altura del ombligo, la cabeza le fue viajando por su cuerpo como les ocurre a los lenguados con los ojos. Dentro de su chepa creciente parecía morar un sucesor que ahora debe andar por alguna parte. Era tan fino que dejó que asesinaran al primer ministro y correligionario Aldo Moro pero quien quedó como cobarde y vendido fue el propio Moro, por mandar cartas donde se quejaba de su ejecución. No le hacía falta amenazar, ni siquiera indicar: la gente a su paso se mataba sola.