Si usted pertenece, como yo, a esa clase de pasmados que se preguntan cómo es posible que en España se vendan coches todoterreno modelo Pajero o patatas fritas con el título intimidador de Pringles (con lo fácil que es pringarse con una patata frita), este artículo le interesa. Por cierto, los chocolates crujientes Huesitos -una perfecta conjunción de fondo y forma- ya no se fabricarán en España, sino en Polonia, qué rollo. Aquí hay una pista porque otro chocolate crujiente, de Benetússer a más, el Meivel, pobló de delicias mis ensueños infantiles gracias a su sabor y audacias en amarillo y añil. Luego, de adolescente, conocí a dos chicas de Benetússser cuya boquita olía a ese chocolate. Ni que decir tiene que, como diría el viejo Dylan, las dos sacaron al poeta que había en mí.

El caso es que Mikel López Iturriaga, alias el Comidista, recogió una relación de alimentos cuyo nombre a veces echa para atrás y otras, promete cosas que no puede dar. Por ejemplo, hay unos vinos del Véneto que se llaman Follador (y hay cuatro distintos), un verdejo que se llama Cuatro Rayas (ideal para la fiesta, pero sin hacer milagros), la calidad de ciertos vinos húngaros se sigue midiendo en puttonyos y hay un vino californiano que se intitula Kagan. En efecto, el más famoso asesor de Bush Niño es Robert Kagan. No podía ser de otro modo.

También hay un jabón íntimo que se llama Chilly (guindilla, en inglés), una crema de verduras que recibe el nombre de Pota, un bizcocho filipino que se llama Puto y unas galletas danesas con el nombre de Ano y el subtítulo Danish Fiesta. Tampoco hace falta jugar con las dislocaciones provocadas por el cambio de lengua (la divisa europea cambió su nombre inicial porque significaba algo guarro en griego): en España hay galletas que se llaman Chochitos ricos y aguardientes Hijoputa, pero eso ya es Celtiberia. Cuando algo se impone por la vía fáctica y hasta parece signo de distinción, incluso la palabra más idiota empieza a parecer adorable.