En los últimos 74 años, España ha tenido dos Jefes de Estado: Franco y Juan Carlos. Ambos vitalicios. El primero lo fue por la 'gracia de Dios', según los suyos, tras un cruento golpe de Estado. El segundo, fue impuesto por el primero, pero refrendado posteriormente por la Constitución de 1978. Quien tenga esa edad y haya nacido en Estados Unidos habrá conocido a trece presidentes y, lo que es más importante, habrá podido participar en la elección de once de ellos. En Francia, por nombrar otro país de tradición republicana presidencialista, habría ocurrido un tanto de lo mismo. Y no se puede decir que ninguno de estos dos países sean ejemplos de inestabilidad institucional.

Viene esto a cuento porque estos días de primavera (el 14 de abril) se conmemora el aniversario de la Segunda República Española, una celebración que en estos tiempos de zozobra monárquica adquiere, si cabe, un mayor relieve. Independientemente de lo que se pueda pensar de la experiencia republicana, no se podrá negar que gran parte de los ideales y aspiraciones de aquella República están hoy vigentes en nuestro sistema constitucional. Ni que sus impulsores -que procedían del regeneracionismo y constituían lo más granado de la intelectualidad de aquellos años- no estuvieran animados por los sentimientos más nobles en su búsqueda de una España europeísta, laica, racional y progresista. Es algo que se respira todavía entre las paredes de la Residencia de Estudiantes de la calle Pinar de Madrid, fundada por la Institución Libre de Enseñanza, que tuve la oportunidad de visitar la semana pasada.

Coincidiendo con esta conmemoración, el debate monarquía-república está más abierto que nunca. Entran en juego, como no puede ser de otro modo, los escándalos que han acelerado el desgaste de la figura del rey. Un desgaste que desborda al Gobierno y a los dos partidos mayoritarios, sobre todo tras la imputación de la infanta, y abre una brecha insalvable entre los jóvenes y la monarquía. No creo, sin embargo, que haya que recurrir a los presuntos desmanes 'chorizo-financieros' de Urdangarin ni a las cacerías de elefantes con amantes del rey en Botsuana, ni a la imputación judicial de la hija del rey para reivindicar un derecho basado en puros criterios de racionalidad política. Da igual que todos los miembros de la familia real fueran ejemplares y no tuvieran que avergonzarse de ninguna tropelía. Porque lo que está en juego es el concepto mismo de democracia en su vertiente más profunda. Es decir, la supremacía del sufragio democrático frente al derecho hereditario; y de la capacidad y el mérito ante la parafernalia nobiliaria, propia de otras épocas.

No se trata de negarle legitimidad democrática a Juan Carlos. La obtuvo, como ha quedado dicho, con la Constitución del 78. Pero la legitimidad, en política, debe ser refrendada de forma periódica en las urnas. La más que probable abdicación del rey y la sustitución por su hijo Felipe no debería despacharse con un protocolario traslado de poderes sustentado en lazos de sangre y herencias históricas. Son cada día más los que reclaman el derecho a elegir de forma explícita y directa al Jefe de Estado y piden otra forma de entender estas funciones. Es verdad que nuestro sistema democrático de monarquía parlamentaria permite elegir -indirectamente- a los presidentes de Gobierno. Pero no nos engañemos, sin llegar a ser como los antiguos validos, no son ellos los que ostentan la representación máxima del Estado.