Muchos esperamos con entusiasmo contenido la nueva propuesta cinematográfica de Carlos Saura que pretende contar los 33 días de la primavera del 37, en los que Picasso, a cuatro pasos de los muelles del Sena, en París, en la Rue de Grand Agustins, en el local prestado por el Ayuntamiento de la capital francesa, donde habitaba, se divertía y pintaba, dio al mundo del arte la pieza que Christián Zervos llamó Guernica ante el silencio del propio artista. La mujer que le acompañaba entonces era la fotógrafa Dora Maar, a la que se deben las fotos de los siete estados intermedios del mítico cuadro. Pero ella, que llegaba del Este, le trajo a Picasso una voluptuosidad carnal nada despreciable; lujuriosamente hermosa el malagueño vivió unos intensos días en los que se dice practicó el intercambio de parejas, lo que en España sonaba a perversión, entonces y ahora. No sé el tratamiento de Saura al respecto en este trabajo esperado.

Nuestros vecinos, siempre mucho más liberados en temas sexuales que nosotros, españoles de dulce pensar, se acercaron a estas prácticas con gozosa asiduidad, según las propuestas literarias que nos han llegado. Una de ella viene de la mano del dramaturgo Armand Salacrou, hombre adelantado, practicante del arte y el periodismo que dirigió sus pasos definitivos hacia la comedia y el drama teatral, llegó a estrenar en Madrid la obra traducida en España por Luca de Tena como Amores Cruzados, que no es más que un rodeo para tratar el intercambio de parejas, algo tabú aún hoy en el cine y el teatro, no solo español. Pero de Salacrou se puede decir cualquier cosa menos que sea un autor frívolo. No lo fue nunca. Y en algún momento pudo ser considerado como un escritor de vanguardia, o por lo menos de gustos minoritarios; en esta obra se entrega en brazos del vodevil. Pero no hay tal cosa. Sucede que sólo los escritores franceses poseen el secreto de dar un aire amable y cínico a lo que desde su médula es puro y simple drama. El toque de Amores cruzados que en francés se titulaba irónicamente Historia para reír está en que por debajo de la facilidad con que las dos mujeres casadas de esta obra cambian de varón y la resignación con que los maridos parecen aceptar su destino de maridos engañados, se produce una reafirmación de fe en la solidez de los lazos conyugales. Salacrou estableció aquí de modo implícito, pero claro y contundente, una distinción entre aventura y matrimonio. La tentación de la aventura no conmueve los cimientos del matrimonio, aunque éste sufra graves daños.