No podemos quedarnos dormidos, ni aletargados, es demasiado grave lo que ocurre a nuestro alrededor. ¿Por qué no? Lo que nos ocurre a todos. El contenedor se ha convertido en supermercado, la vivienda la tenemos prestada con plazo de desahucio. No se entiende bien que las miles de personas afectadas por estos terrores actuales que matan, no se arrojen contra las instituciones que hacen agua tibia de sus problemas. Y en cuyas manos sucias están parte de las soluciones. Nuevas clases, que de siempre se habían quedado al margen de la miseria más absoluta, se están incorporando con vergüenza propia a las colas de los servicios sociales; se están sumando a las listas del hambre. Sí, HAMBRE, con todas sus letras, mayúsculas se hiciera falta. No son los pobres de siempre, son los nuevos, los que de buenas a primeras, lo niegan, los que después empiezan a admitir sus necesidades, los que, con un obligado optimismo, creen que atraviesan una mala coyuntura general. El último sentimiento es de vergüenza ante su adversa situación. La indignación no todos la sienten al término de este martirio de miles de ciudadanos vulnerados en sus derechos más elementales. Cinco millones de parados; de dos en dos, a miles a diario; sin prestaciones, agotadas todas las posibilidades. Calle. Ya no son los lunes al sol; se amplía la jornada a los martes, los miércoles€.

Y no resulta fácil, lo aseguro, encontrar en quienes tienen la llaves de la despensa conductas ejemplares que hagan presagiar que el orden social volverá algún día a su justicia; a la lealtad debida con cada uno de nosotros. Todo lo contrario, las noticias son desalentadoras, frías de alma, indignantes, vomitivas. Los políticos se han convertido en nuestros enemigos; sus protegidos, los banqueros, en bandoleros de oídos sordos, de los de robar a los pobres para dárselo a los ricos. Ya no nos citamos en el parque, en el afable bar de la esquina; nos vemos en el contenedor, pieza ya de culto, punto de encuentro a la hora crepuscular en la que se destierran los productos aún servibles que no se pueden cobrar por ellos y que llegan de los supermercados o grandes superficies con misericordia comercial.

Como jamás, hacen falta voces, aquí vengo con la mía después de la ronquera vital. Pocas cosas están donde debieran estar. No me gustan estos años que creímos a buen sol y mejor templanza. Seguimos pidiéndole a Bob Dylan su respuesta romántica en el viento, sin encontrarla. Nos atribulamos al borde, como lo estuvo Gloria Fuertes, que conoció el riesgo del abismo: «He estado al borde de la tuberculosis, al borde de la cárcel, al borde de la amistad, al borde del arte, al borde del suicidio, al borde de la misericordia, al borde de la envidia, al borde de la fama, al borde del amor, al borde de la playa, y, poco a poco, me fue dando sueño, y aquí estoy durmiendo al borde, al borde de despertar». ¡Despertemos de una vez!