No aguanto la ineficiencia. Debe ser por mi doble (o cuádruple) historial doméstico/materno y docente/investigador, que tanto ha favorecido en mí lo que ahora se llama el multitasking, y que yo defino como la capacidad (a veces sobrehumana) de llevar en la cabeza, y al mismo tiempo, las esclavitudes diarias de levantar una casa a solas, educar niños y sacar adelante „si no brillante, al menos decentemente„ una profesión tan esclava como la mía. Una profesión que requiere planificación a corto, medio y largo plazo, empatía, entrega, estudio casi diario y „últimamente„ paciencia, mucha paciencia con las labores burocráticas y administrativas.

El caso es que me pongo de los nervios, me saca de quicio, no tolero la incompetencia, la procrastinación y la flojera laboral. Y, visto lo visto, son precisamente estos males los que aquejan a nuestro país. No me malentiendan: yo no digo, como muchos, que estemos en un país de vagos. No es ése el problema que nos aqueja. O no solo, al menos. Porque la improductividad se puede vestir de eficiencia, yo creo haber desarrollado un a modo de teoría según la cual existen varias formas de ser un inútil, algunas malévolas y otras empujadas por las mejores de las intenciones (de las cuales, por cierto, está el infierno lleno). Según mi taxonomía de andar por casa, está la pura ineficiencia, la ineficiencia efectiva y la eficiencia ineficiente. De éstas ofrezco, a modo de ilustración, varios ejemplos.

Tomemos la ineficiencia pura primero, como el más obvio de los males, que es el no pegar palo al agua. Esto ocurre, paradigmáticamente, en la Administración, dado el funcionamiento del propio sistema (que no premia a los buenos ni castiga a los malos), pero no solo ahí. La empresa privada está llena de ejemplos y no hay más que asomarse a algunas sucursales bancarias, a ciertos departamentos de atención al cliente de algunas empresas ´punteras´, o irse cualquier mañana al hipermercado de una conocida firma española de grandes almacenes que está a las afueras de mi ciudad. Éste último rebosa de chiquilicuatres en la treintena, perfectamente atusados, que se dedican a cotillear y flirtear entre sí, como si el cliente no existiera en absoluto. Tú mirando, a ver si te ayudan, y ellos hablando de su fin de semana o de su última dieta como si fueras transparente. Increíble, cuando la clientela somos una especie a extinguir. Una se pregunta cómo tal tanda de inútiles habrá llegado allí.

La segunda es, quizá, la menos maligna. La ineficiencia efectiva ocurre en los pueblos, por ejemplo, donde el ritmo de la vida transcurre a ralentí y donde el carnicero, frutera, dependiente o minorista cualesquiera escuchan la vida y milagros de las parroquianas sin batir una pestaña y sin hacer contacto visual contigo, que tienes mil cosas que hacer y que has llegado la última. Pero ellos se toman su tiempo y escuchan lo que la susodicha parroquiana hará de comer y/o cenar los próximos días, o meses: al fin y al cabo son varios clientes fieles contra una histérica. Tú. Y no puedes evitar pensar que los números cantan y que te toca esperar. Resoplando y mirando el reloj, pero no hay otra.

Por último, está la peor de todas: la eficiencia ineficiente. Ésta consiste en trabajar a base de vencer miles de obstáculos oficinescos; a base de rellenar papeles, de reunirse para hacer todavía más y más papeles (nunca son suficientes) y de crear Comisiones de Comisiones de Comisiones. Esto es el auténtico terreno de arenas movedizas que nos frustra a los que estamos acostumbrados a trabajar con lo que creemos eficacia, que siempre (y sin excepción) reside en la rapidez de respuesta; a los que nos gusta golpear el hierro cuando aún está caliente, como dirían los anglos. Esta forma perversa de eficiencia es la verdadera enfermedad que aqueja a nuestro país, no se engañen, y lo hace en forma de pautas de calidad, procesos administrativos, trámites legislativos: normas, normas, normas. La norma por la norma misma, la burocracia que nos han legado los franceses (¿por qué no aprenderemos de ellos cosas más útiles?) y que es madriguera, parapeto y catapulta de los aspirantes a tecnócratas, a quienes les gusta hacerse con el poder a base de esgrimir la regulación (cuanto más compleja, mejor), porque no saben hacerlo de otra manera.

Siendo esta última la peor de todas incompetencias, mi paradigma quiere probar que en España el problema no es solo que seamos vagos, sino que somos improductivos. Porque en algunos sitios se trabaja duro, pero muchísimas veces de forma totalmente ineficiente. Una forma que implica la movilización de recursos de forma inútil, que castiga el empuje, la creatividad, la iniciativa y pone a prueba la vocación de trabajo de las personas como yo.