Hace unos días murió Albert Falco. Los de mi quinta recordarán sin duda aquella serie de televisión titulada El hombre y el mar en la que el comandante Jacques-Yves Cousteau nos mostró el mar de otra manera distinta a como lo conocíamos, no solo como un escenario de aventuras de piratas, ni como un lugar de veraneo o de pesca, sino como algo vivo, lleno de misterios de vida y de muerte. Recordarán también al capitán del Calypso, el barco de Cousteau, un hombre moreno y bajito llamado Albert Falco uniformado siempre con la camiseta a rayas de los marineros marselleses. Cousteau, Falco y Calypso, tres nombres que se resumen en el título de un libro que me regaló Falco con ocasión de una visita que hizo a Murcia en septiembre de 1996 para estudiar el problema de las medusas del Mar Menor en compañía de Miguel Ángel García Gallego, otro hombre de mar.

Me enteré del fallecimiento de Falco por un post de Agustín Alcaraz en Facebook en el que mencionaba su encuentro con Albert Falco e incluía una foto del libro que el marino le había obsequiado. Añadía Agustín que, si la memoria no le fallaba, yo debía tener otro libro igual puesto que habíamos compartido el encuentro con Falco y recordaba que a mí también me había obsequiado un ejemplar. Y como a Agustín nunca la he fallado la memoria, así era. Passion de la mer ocupa un lugar de honor en mi biblioteca de libros dedicados, compartido entre otros con un ejemplar del Cuaderno de Nueva York del poeta canario José Hierro, en el que el autor me dibujó junto a la dedicatoria unos explosivos geranios, cuyos rojos y verdes contrastan con el gris frío de la gran manzana de la que hablan sus poemas. Del libro de Falcó, en el estilo lírico que la evocación del mar me suscita siempre, escribí hace unos años lo siguiente:

«Al comienzo del libro y a modo de dedicatoria, Falco me escribió las siguientes palabras: La mer ne sera sauveè que par notre coeur, elle sera préserveè que si nous lui manifestons un feu d´amour. (La mar no se salvará más que por nuestro corazón, sólo se conservará [la mar] si le manifestamos un acto de amor)».

«El pequeño marsellés, ése sí que es un aventurero, ha surcado todos los mares y océanos del planeta al timón del Calypso. De la mar, lo sabe casi todo. Ha conocido su enfado terrible, su inmenso poder en mitad de la tormenta, sus bramidos de cólera, su fuerza de gigante, entre cuyas manos la vida adquiere la fragilidad del cristal. Y eso le ha enseñado a temerla. Pero también se ha estremecido con sus caricias, se ha visto seducido por el azul profundo de las aguas y por el coqueteo de las olas, se ha sentido tentado por sus tesoros y se ha rendido admirado por la vida que guarda en su vientre. Y eso le ha obligado a amarla. Y en medio de la aventura, ha encontrado la poesía. Y en ellas, la libertad».

«Los viejos marineros y los pescadores han sabido siempre que el mar tiene una naturaleza femenina y, por eso, porque lo saben mujer, le llaman la mar. No se si las mujeres ven en el mar al hombre fuerte y de manos suaves, salvaje y niño a un tiempo, pero bien pudiera ser así. De lo que sí estoy seguro es de que el hombre de mar, el hombre libre por definición, ve en la mar a la mujer deseada, a la que puede hender con la proa de su barco, a la mujer que es a la vez compleja y primitiva, veleidosa y firme, despiadada y sensible, que todo lo da y que todo lo exige, a esa mujer tras la que se esconde la promesa de la aventura, de la que sabe con toda certeza que en un abrazo, el más dulce, puede arrebatarte la vida».

«Ya lo escribió Baudelaire, al que Falco cita en su libro: Homme libre, toujours tu chériras la mer…

(Hombre libre, siempre amarás al mar...)»

La información sobre su fallecimiento, que luego he consultado, no lo dice, pero estoy seguro de que los restos de Albert Falco descansan en los brazos de quien fue la pasión de su vida: la mar.