Si fuera real, sería insoportable. Un paro que afecta al 24,4% es ya demasiado, pero lo peor, lo terrible no es la cifra del paro, si siquiera lo es que sepamos que no se ha alcanzado el techo; lo peor, lo terrible es que sabemos que el techo se ha hundido sobre nuestras cabezas. Estamos a cielo abierto, sin protección, expuestos a las inclemencias de una ciclogénesis explosiva presente que, con toda seguridad, se convertirá en crónica. Es como un catarro mal curado o como una pesadilla de la que no terminamos de despertar.

Pero he empezado diciendo «si fuera real», refiriéndome al paro, porque, entre las cosas que sabemos, sabemos que no lo es, que no es real del todo. Y esta disparidad entre el porcentaje de paro estadístico y el paro real nos deja, si no la constancia, al menos, la sospecha de que somos un país de chapuceros. Por suerte, porque es lo que nos mantiene, además de la pensión, cada día más exigua, de los abuelos.

La otra cara, la cara más fea, es la de la defraudación a la hacienda pública. Pero sabemos también que la defraudación que nos impide levantar un techo como dios manda, que nos proteja de chaparrones, no es la de los chapuceros. En el mundo de la chapuza, la aspiración democrática o, si se quiere, la aspiración de simple justicia equitativa de que todo el mundo cotice según sus ingresos y beneficios, afecta más a principios éticos que a la economía. A la economía lo que le afecta de verdad es el otro fraude, el de los que como no son ni asalariados ni chapuceros, viven en otro mundo donde se permite enriquecerse a costa de los demás sin aportar lo debido a la economía común. La benevolencia del poder político y de las leyes, que el poder político fabrica por encargo, sobre los impuestos de las grandes fortunas, o del patrimonio, o de sociedades, en resumen, sobre los impuestos del capital, convierte a los beneficiarios, sean señores y señoras elegantes o sean eclesiásticos, en depredadores que no habitan en lejanos paraísos fiscales sino en el demasiado cercano paraíso de la impunidad.

Entre tanto, la sociedad, la nuestra, se fractura día a día. Las capas medias desaparecen en una especie de vertiginoso descenso a los infiernos y las capas bajas se ven expulsadas hacia la marginalidad; mientras, la clase alta sobrevuela y contempla el desastre desde su burbuja financiera. Cierto, también están los políticos, esa otra clase, que, desde su satélite colgado de la burbuja, le hacen el trabajo a los de más arriba. Son como los ángeles, pero en negro.

En esta situación, lo que le toca al Gobierno, como le gusta decir a Rajoy, es hacer lo que hay que hacer. Y parece que lo que hay que hacer es, ni más ni menos, tomar medidas para que la fractura se estabilice, es decir, se consolide de manera que resulte irreversible, por si en un futuro hubiera algún valiente que se atreviera a plantarles cara a los poderes fácticos. Algo así como lo que está pasando en Francia, donde asoma la figura de un tipo de apariencia corriente, Hollande, dispuesto a ser presidente con un programa tímidamente contestatario, como corresponde a la socialdemocracia cuando está en la oposición. Pero también ha asomado, como en otros países de esta cosa que llaman, a saber por qué, Unión Europea, el rostro de la extrema derecha. Nuestro presidente de Gobierno parece decidido a librar a nuestro país de este tipo de sobresaltos. Después, como siempre, será demasiado tarde.

En realidad, Rajoy y los suyos llevan razón, un hombre o una mujer, cuando dejan de ser fetos, no valen tanto. La vida para que tenga valor y merezca la pena de ser vivida tiene que tener calidad, tiene que ser como la de los ricos. Pero para eso ya están los ricos. Por eso a nuestro Gobierno no le tiembla el pulso a la hora de adoptar medidas ´necesarias´ y ´razonables´ de exclusión social. Las últimas, aumento en las rentas del trabajo, subida del precio de los fármacos y de los servicios sanitarios en función de la renta (del trabajo), aumento de las tasas universitarias y mayor exigencia para los becarios (que son, qué paradoja, los únicos que necesitan ayuda).

En resumen, entre las cosas que sabemos, sabemos que, a los que no somos ricos, el día de mañana sólo nos puede traer más medidas de desamparo. Por eso, empieza a darnos miedo amanecer.