Un país sin educación es un país abocado al fracaso. Claro que un país sin educación es mucho más fácil de manejar que un país culto. No sé a qué obedece el ataque que nuestro Gobierno ha emprendido contra la educación pública. Dicen que es por el bien del Estado, que las reformas para destrozar la educación pública son importantes para ahorrar 3.000 millones de euros —que es lo que ellos ganan en cualquier caso de corrupción—, aunque afirman que la calidad de enseñanza no se verá afectada. Yo, que siempre he sido mal pensado, tengo la teoría de que en realidad la idea es —aparte de ahorrar dinero a costa de un servicio básico— fomentar poco a poco la educación concertada y privada que —aunque peor— sale mucho más barata.

En todo caso, ésta es una tendencia que comenzó con el PSOE y que el Gobierno del PP no hace más que perfeccionar. Eso sí, según ellos, lo hacen por culpa de la crisis, que es como un comodín que sirve para destrozar cualquier cosa. De todos modos, parece que a la población en general esto no le preocupa, así que si no le inquieta a los propios padres a quién le va a importar. Tal vez por este conformismo social, no contento con crear un futuro país repleto de ciudadanos ignorantes y de estudiantes frustrados que no podrán acceder a estudios universitarios, nuestro Gobierno parece decidido a terminar con la sanidad pública, tal vez por eso de que costamos menos de muertos que de vivos.

Hace unas semanas mi padre tuvo que acudir al hospital de urgencia por un dolor en el pecho. Como sus antecedentes no son muy buenos, le estuvieron haciendo multitud de pruebas para descartar que el dolor en el pecho fuera debido a un posible infarto o a una embolia pulmonar. La atención tanto en la ambulancia como en todo el tiempo que estuvo en el hospital fue sencillamente ejemplar, lo que contradice a aquellos que dicen que los funcionarios son unos vagos. A eso de las doce de la noche, el médico nos informó de que —a falta de un diagnóstico claro y debido a sus antecedentes— lo iba a dejar ingresado. Sin embargo, como no había camas, mi padre, con 70 años, tuvo que pasar quince horas en la dura camilla de una habitación donde yacían otras ocho personas de distintas edades y con diferentes dolencias, con la luz encendida y con enfermeras entrando y saliendo de la sala a cada minuto.

Muchas veces he hablado de la incapacidad de nuestros gobernantes europeos y nacionales por su inutilidad por no ver la crisis que se cernía y por su incapacidad para gestionar las soluciones. Posiblemente, entre todos ellos nos conduzcan a una ruina duradera. Puede que muchos pensemos que es lo que nos toca, pero toda esa sumisión deja de tener sentido cuando uno se da cuenta de que nuestros Gobiernos les están robando la educación a nuestros hijos y provocan que nuestros padres, después de más de cuarenta años trabajando, se vean tirados en una fría camilla de hospital porque aquellos políticos que se enriquecen y disfrutan de jugosas jubilaciones gracias a los impuestos que les sacaron no supieron gestionar la sanidad pública. Ellos son los responsables directos. Por eso, para ellos, ni perdón ni olvido.