Hace poco más de un año, en un gesto mal calculado —gajes del oficio—, me hice un pequeño corte en el ojo derecho con una funda de plástico. Después de acudir al médico de urgencias me diagnosticaron una pequeña úlcera en la córnea, así que estuve una semana y media como el pirata de la canción con un parche en el ojo y un dolor de mil demonio. Un mes después de haberme incorporado a mi trabajo, debido a la sequedad en el ojo, la herida volvió a aparecer. Para explicar lo que voy a contar a continuación he de de señalar que cuando aprobé la oposición elegí una entidad sanitaria distinta a la Seguridad Social, sobre todo porque en la Seguridad Social las consultas son de mañana y odio dejar el trabajo para este tipo de cuestiones si no son absolutamente imprescindibles.

Pues bien, hace unos días, a eso de las once de la noche y sin razón aparente, mi maltrecho ojo comenzó a enrojecerse hasta adoptar ese hermoso color típico de un tomate maduro. Recordando el dolor que sufrí la primera y la segunda vez, acudí de inmediato a un centro de urgencias de mi entidad sanitaria para ponerle remedio cuanto antes. Cuando llegué al lugar en cuestión me enteré de que el centro médico ya no tenía urgencias, tal vez por eso de reducir personal a costa de rebajar servicios, así que —sin solución de ningún tipo y con el ojo a unos cuarenta grados de temperatura a pesar del frío—, me volví sobre mis pasos para buscar un centro de salud de la Seguridad Social. Cuando llegué al mostrador le conté a la enfermera lo que me sucedía, y la mujer –eso sí, más majá que ná- me señaló que atenderme me atenderían, pero que me cobrarían una factura. Según me informó, si quería ser atendido gratuitamente, debería acudir al centro de urgencias de mi compañía, a unos cuarenta y pico kilómetros de distancia, algo imposible teniendo en cuenta que era de noche y que disponía de la visión correcta de un solo ojo. Como me sentí bastante insultado por la situación —mucho más teniendo en cuenta que en toda mi vida he acudido al médico en contadísimas ocasiones, menos de las que debiera— regresé a casa e hice eso que el ministerio de Sanidad siempre nos dice que no hagamos: cogí la crema que me habían dado la primera vez y me la rocié por todo el ojo con verdadero resentimiento.

Sin embargo, aquello no fue lo que más me preocupó. Lo más preocupante del tema es que si el ojo se me hubiese vuelto a resentir y tuviese que coger una baja laboral —gracias a Dios no fue así—, la Comunidad autónoma tendría que enviar un sustituto a mi puesto de trabajo. Es decir, que a cambio de no darme una consulta de cinco minutos que podría costarle a la Administración poco más de setenta euros la mismísima Administración estaba dispuesta a pagar por mí y por mi sustituto cerca de 2.000.

Toda una lección de cómo se gestiona la sanidad de nuestro país, de cómo la burocracia propicia que se despilfarre el dinero y de cómo todos los que cumplimos con nuestras obligaciones e intentamos ser socialmente lo más justos posible nos convertimos al final en unos auténticos gilipollas.