Espero que Luis Racionero me perdone si casi le calco el título de su magnífico ensayo. Y ustedes, si no lo tienen ya, no lo busquen: el libro se agotó hace tiempo. Y es que, pese a que el susodicho data de 1985, las palabras de su autor en él resuenan hoy con un eco de certeza y actualidad que resulta escalofriante y que constituye un verdadero oráculo en tiempos tan oscuros para este trocito de tierra pequeño, casi insignificante geográficamente (si lo comparamos con las enormes extensiones de las estepas rusas, los manglares, las sabanas, desiertos y llanuras americanos, asiáticos y africanos) que es nuestro Mediterráneo.

Hoy es más cierto que nunca que existen dos Europas. Y no estoy hablando de la zona eurófila de Merkozy y de la eurófoba de Cameron, sino de una Europa pobre y otra rica, de una Europa achantada espiritualmente por sus propios desmanes, y, por el contrario, otra llena de superioridad moral, henchida de orgullo por su capacidad de previsión, harta de sus vecinos gorrones. Porque nos llaman PIGS. Cerdos. A los mediterráneos. A Portugal, Grecia, Italia, España. Para quedar menos mal, se alude a nosotros como los ´países periféricos´. Se refieren, al caso, a aquellos cuyos ancestros vieron nacer la civilización en el mundo occidental, que inventaron la democracia, que tenían sistemas jurídicos cuando sus vecinos del norte administraban la ley a mamporrazos; que fundaban escuelas de traductores y bibliotecas mientras dichos vecinos se intercambiaban runas.

En estos días de tumulto y duelo, en esta era histórica en la que somos €merecidamente, sin duda€ tildados de dispendiadores, de corruptos, de vagos, nadie recuerda que este rinconcito del continente fue cuna de refinados humanistas, de civilizados politólogos que, desde el amanecer de los siglos de esta era, entendieron que la verdadera calidad de vida estriba disfrutar del trabajo como un medio, no como un fin en sí mismo. Que el hombre necesita sentarse a conversar en la puerta de su casa con su vecino, pararse a sentir la belleza que le rodea, a disfrutar de la benignidad que bendice el clima de nuestra tierra. Pero no. Estos tiempos ya no son así. Racionero explica que los mediterráneos fuimos, en su día, invadidos, abducidos por un sistema de valores que nos son históricamente ajenos: la opulencia material, la cultura del crecimiento desmedido, el puritanismo utilitarista y agresivo. Es innegable que el progreso tecnológico y material es benéfico, cuando bien empleado; lamentablemente, estos años, dicho progreso ha generado una gran regresión en el trato humano y la calidad de vida.

En esta época en la que estamos endeudados, empobrecidos, ninguneados, los habitantes mediterráneos nos hemos dado cuenta €así lo espero, así ruego€ de que hemos adoptado patrones de conducta importados, de que hemos gastado de más, de que hemos vivido por encima de nuestras necesidades, adquiriendo artificialmente valores que no sabemos manejar: la sociedad de consumo, la tecnología indiscriminada, el tener más que el ser. Porque el consumismo, la producción industrial en masa, pero, sobre todo, los activos tóxicos, que ahora ahogan a la banca mundial y hacen trizas nuestros bancos, no los inventamos nosotros. Lamento decirlo: fueron los bárbaros del norte. Los mismos que ahora quieren liderar la nueva Europa.

Nada ha cambiado bajo el sol, del que ellos €por cierto€ pueden gozar tan poco. Las ansias de supremacía de las dos naciones que protagonizaron las anteriores guerras mundiales son las que impulsan la nueva Europa. Viejas ansias, nuevos contextos. Y, aunque la austeridad germana que predica la canciller Merkel haya salvado a su país de la crisis, sus infalibles recetas (sin duda, bienintencionadas) no van a ayudar a generar alegría y empleo en estos países nuestros, donde la vida se concibe €inevitablemente€ de otra manera. Porque está demostrado que en economía el sentimiento es muy importante, por extraño que pueda parecer. Y como, a los mediterráneos, el sacrificio, la tristeza, la autoinmolación, no nos van, tendremos que buscar otros remedios; darle, definitivamente, la espalda a la infelicidad en la opulencia, a las contradicciones que nos neurotizan.

Volver al auténtico estilo vital mediterráneo: al humanismo y al desarrollo cultural parejo e igualitario, capaces de dirigir la tecnología y la capacidad de producción que nos ha enseñado el racionalismo nórdico hacia una mejor calidad de vida, en armonía con nuestros propios recursos naturales y sociales. Como ya vaticinó, hace tanto, Luis Racionero.