Las convicciones socialdemócratas de Zapatero parecían firmes como columnas salomónicas. Indiferente a las críticas y a las nutridas manifestaciones en la calle que se convocaron en contra de algunas de sus leyes, Zapatero perseveraba en sus iniciativas contra viento y marea. Sin embargo, en algún momento algo se cruzó en su camino que le hizo abandonar súbitamente la firmeza de sus planteamientos. De socialdemócrata convicto a recortador del Estado de Bienestar contumaz en apenas veinticuatro horas. Pareció cosa de prodigio.

Conocidas son la dificultades de Silvio Berlusconi con los tribunales de su país. Vienen de antiguo, prácticamente desde su primer ascenso a la condición de primer ministro en 1994. Desde entonces han sido muchas las ocasiones en las que se ha pedido su dimisión por activa y por pasiva, en la calle y en el Parlamento. Hasta ahora él se las había arreglado con diversas triquiñuelas, reformas legales, componendas parlamentarias, campañas mediáticas y todo un arsenal de recursos turbios para seguir al frente de la gobernación de su país. Sin embargo, el ascenso de la prima de riesgo de la deuda pública de su país hasta las más altas cotas de la UE le ha hecho dimitir de inmediato y aceptar ser sustituido por un tecnócrata como Mario Monti.

En Grecia ha bastado el anuncio de la convocatoria de un referéndum en el que los electores aceptarían o rechazarían las medidas económicas impuestas por Bruselas para que se materializase la dimisión del primer ministro Papandreu dejando su sitio a otro tecnócrata, Lucas Papademos.

¿Cuáles son esas fuerzas capaces de torcer el brazo a aguerridos gobernantes salidos de la urnas, llegando a forzar su dimisión, en el caso de Papandreu y Berlusconi, para ser sustituidos por otros que no han recibido el refrendo de los votantes? ¿Cuáles son esas fuerzas que hacen a los ciudadanos aceptar el gobierno de personas no elegidas por la voluntad popular? No es fácil contestar a la pregunta. Por un lado Angela Merkel y Nicolas Sarkozy están ejerciendo un indudable liderazgo en la UE sin que para ello tengan más títulos que ser los máximos mandatarios de los dos países más determinantes de la zona euro. Por otro, las agencias de rating, los inversores, los especuladores, las entidades crediticias, el Banco Central Europeo, el Fondo Monetario Internacional y otros agentes económicos están realizando movimientos que agitan las aguas. No existe una coordinación en ese magma económico y, lejos de ayudar a resolver los problemas que aquejan a las maltrechas economías y a la gobernanza europeas, ya han conseguido imponerse a jefes de Gobierno de países en apuros.

Pero eso es precisamente lo preocupante. Nadie parece tener la hoja de ruta ni la legitimidad para conducir un proceso en el que se juega el futuro del viejo continente. Lo que sí parece fuera de toda duda es que el problema no es local, aunque en cada país tenga características propias. En España, por ejemplo, la burbuja inmobiliaria ha sido uno de los factores determinantes. No es hora de buscar culpables y tampoco es inteligente hacer cargar con toda la culpa a uno solo de los muchos factores que contribuyeron a que la burbuja se inflara. La Ley del Suelo, los bancos que concedieron créditos con enorme riesgo, los empresarios de lance que sin conocimientos ni preparación se lanzaron por la pendiente de la ganancia fácil, la ciudadanía que hizo compras y se lanzó al consumo al abrigo de un crédito fácil y barato, etcétera, una multitud de factores han aportado su granito de arena al resultado que todos conocemos. Por un lado la burbuja trajo una prosperidad falsa a cuyo abrigo se cometieron muchos desmanes (como un gasto público absolutamente desmesurado y realizado con criterios más que dudosos), y por otro se llegó a unas cotas de empleo que no se corresponden con la estructura productiva española.

Por eso se puede afirmar con toda rotundidad que esta campaña electoral está resultando fallida y desaprovechada por los dos grandes partidos. Se está dejando pasar una oportunidad para realizar un análisis en profundidad de los males específicos de nuestra economía. Sin un buen diagnóstico lo único que se puede decir es que «España necesita el cambio», sin especificar qué tipo de cambio es ese. O que «no da igual quién gestione la crisis», sin especificar en qué consiste esa diferencia.

Además se está haciendo una campaña en clave local, olvidando que solo caminando hacia una integración europea se pueden encontrar soluciones en la zona euro. No podemos echar en saco roto lo acontecido a Zapatero, Papandreu y Berlusconi. No es cosa de que lo vaya diciendo por ahí en campaña, pero Rajoy no debería olvidar que cualquier día, cuando ya esté instalado en La Moncloa –de confirmarse lo que las encuetas apuntan—, puede recibir una llamada diciéndole lo que tiene que hacer y no le quedará más remedio que hacerlo.