Que un 13 de mayo cuando el Papa Bonifacio IV decidió instaurar tal día como el idóneo para reconocer a los miles, si no millones, de santos y mártires anónimos cuyas historias jamás serían llevadas ante el Vaticano con el fin de consagrarlos a la eternidad divina. Las malas lenguas dicen que con tal de meterse en el bolsillo a los paganos sin convertir, poco más de un siglo más tarde el Papa Gregorio III trasladó tan amable y merecido reconocimiento a la fecha que conocemos y festejamos, la de tal día como hoy. En esta fecha era que se celebraban distintos rituales paganos, normalmente conectados con la agricultura, para despedir el verano y santiguarse ante los fríos y las penurias que les esperaban con las heladas. Las derivaciones posteriores no nos interesan para este artículo, y no por falta de interés.

Yo, como siempre, a lo que vengo a hablar aquí es de mi vida, en la que tal día como hoy no sólo me acuerdo de las personas a las que no podré dejar de querer por muy muertas que estén, sino que además acabo dándole vueltas a la misma historia.

El primer y único cuerpo sin vida que he tenido ante mis ojos, sin televisiones de por medio, fue el mi abuelo materno Jacques (sí, como la colonia que tanto y tan bien atrajo a Mónica Van Campen). Los minutos previos que transcurrieron mientras los solícitos del tanatorio lo preparaban, para que pudiéramos darle «nuestro último adiós» en el salón donde solía hacer sus crucigramas cada noche, se me hicieron bastante largos. Estaba más que nerviosa, asustada, porque realmente no deseaba ver su cuerpo ya abandonado. Podía haber hecho en algún momento a lo largo de día anterior, pues mi amado abuelo murió en su cama. No lo hice, me parecía un tanto irrespetuoso mirarle a la cara pálida que ya no era suya, un gesto que seguro le hubiera horrorizado, ya que se trataba de un hombre bastante coqueto (metrosexual, para los que no conozcan el término originario).

Los del tanatorio acabaron de ´arreglarlo´ y abrieron la puerta, por la que dejé que pasaran todos, en un vano intento por escaquearme. Ya que debía estar, decidí plantarme a un par de metros del féretro, colocado con gracia y cierta inclinación para que todos pudiéramos verle vestido con un traje precioso. Casi todos comenzaron a llorar, pero yo, al ver su cara, sin la vida que ya debía andar bien lejos, sólo podía pensar: «Ese de ahí no es mi abuelo; será su cuerpo, sí, pero desde luego se nota que ya no pertenece al hombre que conocí».

Así que en ese preciso momento tomé dos decisiones que he cumplido hasta el día de hoy a rajatabla: la primera, que jamás volvería a mirar el rostro de ninguno de mis familiares y amigos una vez que dejasen atrás sus cuerpos. Y la segunda y más importante, que no quiero que el mío se convierta en objeto de peregrinaje para mis seres queridos, de los que desearía cumplieran mi voluntad de que el día que falte y me necesiten, no me busquen en ningún nicho.