ETA ha sido (mejor dicho: es, porque cabe el tiempo presente hasta el anuncio de disolución) entre otras cosas el gran obstáculo para hablar con normalidad de las aspiraciones de aquellos vascos que no se sienten políticamente cómodos dentro del traje constitucional. La exigencia de hacer solemnes profesiones de rechazo a la violencia etarra y a sus compañeros de viaje ha dejado fuera de juego legal a una parte del espectro político, que se negó a pasar por ese tubo. La correcta percepción del espectro político vasco se ha visto perjudicada, especialmente fuera del País Vasco, por la negativa a otorgar la condición de fuerzas legítimas a todas aquellas que compartían con los etarras los objetivos políticos a largo plazo, a saber, la independencia de una Euskal Herria integrada por las comunidades autónomas españolas del País Vasco y Navarra y los tres departamentos vascos en suelo francés. La ilegalización de Batasuna y de los sucesivos intentos de resucitarla con otros nombres ha llevado a una porción nada despreciable de electores a abstenerse de participar en los comicios autonómicos, lo que explica en parte porque hoy gobierna en Vitoria un pacto de partidos no nacionalistas, tras muchos años con la lehendakaritza en manos del PNV. El panorama descrito se puede ver abocado a revisión tras el anuncio del cese definitivo de la violencia etarra, y lo estará más todavía ante un anuncio de disolución de la banda.

Pero, a la vez, la cuestión de los efectos de la ley de partidos puede estar sobre la mesa de la reflexión (vamos a llamarla así, ya que negociación no habrá que se reconozca como tal) sobre los tiempos y formas de los pasos que todavía hay que dar. Los buenos resultados de Bildu en las últimas elecciones municipales da una pista de lo que puede ocurrir cuando se suman dos factores tales como la presencia de la llamada izquierda abertzale en la oferta electoral y la subscripción por parte de esta de una línea de desmarque de la violencia, más creíble en cuanto que la tregua indefinida ya llevaba visos de convertirse en definitiva. Sin ETA de por medio, distorsionándolo todo, la política vasca y española deberán enfrentarse a la realidad de los pareceres que expresen los vascos en las urnas. Madrid deberá asumir el significado de las mayorías soberanistas cuando se den, y estas deberán entender que para transformar el estado hace falta mucha más fuerza que la mitad más uno de los diputados.