Me di de bruces con él en un pasillo del súper. Llevaba el carro a tope, cargado de productos caros y coronado por dos botellas de Moët Chandon. Tú sí que sabes llenar la cesta, le dije a mi amigo José Luis en un tono hipócrita como saludo. Pues sí, me respondió con gesto de suficiencia, y añadió como motivo de orgullo algo que me desconcertó: llevo mi propia tarjeta.

Fueron tiempos de consumismo feroz, cuando lo más importante no era ir bien arreglado, sino vestir un traje de Armani que te permitiera exhibir una elegante caída de la raya del pantalón, pese a que llevaras la cartera vacía. La fiebre del crédito y las ansias por las marcas para darse cierto aire de distinción nos metieron en este hoyo, cuando el sastre de la esquina te podría haber dejado como un figurín por la mitad de lo que habías apoquinado, aunque en la etiqueta llevara escrito Pepito. Pero, como no hay mal que por bien no venga, la necesidad nos ha vuelto mejores consumidores o, al menos, un poquito más sensatos.

Ahora, el paro y las estrecheces nos obligan a remirar los precios como siempre teníamos que haber hecho. Y no hace falta ser muy listo para darte cuenta de que con las marcas blancas de yogures, perfumes o frigoríficos puedes llevarte a casa tanta o mejor calidad que si te decidieras por las líderes del mercado, incluso si, como aquel colega, las vas a pagar con tarjeta. Con productos de esas marcas puedes conseguir un ahorro medio del 7%, según el ministerio de Industria. Y no debe ir muy desencaminado al hacer esta cuenta porque en un país modélico como Suiza las marcas blancas tienen una cuota de mercado del 53%, frente al 42% de España alcanzado en estos años de crisis.

En todo caso, que cada cual se lo apañe como mejor le venga, pero yo prefiero llevar diez euros en la cartera y un traje gris marengo sin tanta prestancia como el de Armani. La receta es bien sencilla: la marca blanca conviene.