En mi etapa de estudiante trabajé durante un verano en una planta embotelladora de vino. Las botellas pasaban a través de varias máquinas, una de las cuales les pegaba la etiqueta. Cada poco rato, un operario cambiaba el mazo de etiquetas sin detener el proceso, y así un mismo vino llegaba al mercado bajo varias marcas: la oficial de la bodega y media docena más, asociadas a restaurantes, cadenas de tiendas o denominaciones geográficas de lejanas comarcas. Aquel era un ´vino de la tierra´ de cualquier tierra que mandara sus etiquetas.

Ese fue mi primer contacto experimental con el complejo mundo de las marcas. El siguiente se produjo en mis pinitos periodísticos. Un industrial me mostró las cajas en que embalaba su producto. Las destinadas a la exportación se etiquetaban el nombre y primer apellido del industrial. Las destinadas al mercado español, con el nombre de una ciudad británica con la que nada tenia que ver, pero que sonaba a tradición manufacturera. El hombre tenia muy claro el papanatismo hispano del momento.

Un mismo producto que se vende bajo varias marcas distintas para mejorar su penetración en el mercado: en este viejo truco radica el origen de las marcas blancas, que si se han desarrollado ha sido bajo el acuerdo de ambas partes, en la suposición de que todos ganan. Hasta que los fabricantes empiezan a sentirse atrapados por la fuerza de los gigantes de la distribución y la marca blanca deja de ser una buena herramienta para convertirse en un peligro. Se suceden entonces las campañas en que firmas de prestigio reivindican el compromiso de garantía que ofrecen su nombres, dando a entender que ello no ocurre en el otro caso. Al poco, aparecen informaciones que asignan fabricantes conocidos al café y a las sardinas ´blancos´ de cada hipermercado. Para delimitar el territorio, algunos productores indican que «no fabricamos para otras marcas». Finalmente, los gigantes del lineal han empezado a reivindicar la identidad de sus marcas, que cada vez son menos blancas en cuanto a anónimas, porque sus nombres y logotipos se encuentran ya en las alacenas de casi todas las casas, y la gente compara y elige.

Los fabricantes de marcas de prestigio denuncian que el imperio de las blancas desincentiva la investigación para la mejora del producto, que ya no tiene sentido cuando la venta depende de la negociación del precio, con el perjuicio evidente para el consumidor. Este, además, no tiene garantía de continuidad, ya que una cadena puede cambiar de proveedor de un día para otro, y con ello la calidad y características del producto. Sin embargo, también los fabricantes son con frecuencia meros envasadores de producciones ajenas, cuyas características y calidades oscilan con cada subministro. ¿O acaso nuestro café o nuestras almejas al natural, ambos de primeras marcas, no experimentan saltos bruscos en sus características organolépticas?

Todas las marcas tienen en su interior otras marcas, ocultas o no nacidas. Todas compran producto casi elaborado, o elaborado del todo, a proveedores que no trascienden, con frecuencia del tercer mundo. En los criterios de selección se originan la personalidad y la diferencia. Los rectores de una marca de prestigio apostarán con todas sus fuerzas por mejorar los estándares de calidad, mientras que los gestores de la marca blanca trabajan para mantener el precio por los suelos. Cada uno sigue su estrategia y para el consumidor cada opción tiene sus consecuencias. Se pueden comprar camisas de padre desconocido en el hipermercado, por seis euros, o de padre reconocido en una buena camisería, por sesenta, pero tal vez se comporten de distinta forma al tercer lavado. Lo malo ocurrirá cuando el hiper se coma la clientela del camisero.

Los lectores saben perfectamente que no van a encontrar las mismas prestaciones en el periódico, gratuito que se reparte a la puerta del metro o en las panaderías y gasolineras, que en el periódico de pago que se compra en el quiosco o se recibe por suscripción. Y sabe que si el primer modelo se comiera al segundo, su ejercicio del derecho a la información se vería seriamente comprometido. Aunque la cabecera de prestigio también es una marca de marcas: junto con las propias, ensambla noticias, reportajes y fotografías procedentes de agencias y trabajos de colaboradores que son una marca en ellos mismos, con sus fieles seguidores. Los periódicos de referencia buscan y seleccionan lo mejor, sabedores que si desfallecen en el empeño su prestigio se vendrá abajo, como le ocurre al bodeguero que tolera y envasa una mala partida de vino. Por ello su apuesta más coherente es también la de ponerse al lado de los marquistas exigentes en todos los terrenos.

Una cultura de la calidad es necesaria para salvaguardar los presencia de productos excelentes en el mercado, así en el alimentario y en el textil como en el informativo. Pero esta es una tarea ardua en una sociedad convencida que es posible obtenerlo todo casi gratis y que esforzarse en nada es una tontería. Las marcas baratas cumplen su función, pero es necesario evitar que el dominio del mercado por parte de los grandes grupos distribuidores conviertan en única opción lo que debe ser tan solo una de las posibilidades que ofrezca un mercado realmente abierto e informado.