Como el lenguaje se hizo tanto para esconder la realidad como para describirla, todos la retorcemos —la realidad y, también, la lengua— hasta convertirla en algo manejable. No es grave, a no ser que seas periodista, en cuyo caso es conveniente que el retorcimiento de Cayetana de Alba —pongo por caso— no llegue al extremo de convertirla en Scarlett Johansson.

Por ejemplo, seguimos diciendo gabinete de prensa cuando está empíricamente demostrado que las noticias han llegado de los sitios más inverosímiles —desde la botella del náufrago hasta la alcoba real— pero jamás de un gabinete, que emite mensajes publicitarios, no cambien de canal, por favor. Los cortesanos de Zapatero solían advertir a los socialistas periféricos que llegaban a Madrid a quejarse: «Al jefe le gustan las buenas noticias». ¿Buenas noticias? Un oxímoron: todas las familias felices se parecen; sólo las desgraciadas lo son cada una a su manera. Contar esa peculiaridad es la tarea del periodismo.

Por ejemplo, escribimos que los mercados están nerviosos, como si hubiera alguna relación entre la tila y las expectativas de lucro o que «el fantasma griego golpea las Bolsas europeas». Me imagino al espectro del espartano Leónidas repartiendo estopa en el parqué y por otra parte la realidad real acredita que quienes toman jarabe de palo de los antidisturbios son los griegos corrientes, que conocen bien las pescaderías, pero no los mercados de valores.

Decimos que el PSOE tiene malas expectativas electorales, como si las pudiera tener buenas, habida cuenta que la gente ya vio que para partidos de derechas, el PP tiene el perfil mucho más nítido.