El valor informativo de un suceso criminal es directamente proporcional al número de víctimas que causa y, en segundo lugar, a sus características extraordinarias. Así, cuando a algún tarado se le cruzan los cables y sale a liquidar a sus semejantes, no alcanzará la misma gloria mediática si en su furor se lleva por delante a uno que a cien. Y el balance criminal determinará asimismo el interés por las razones que mueven al individuo. Nunca promoverá tantos análisis alguien que, movido por los mismos motivos, yerre su ataque. Si acaso quedará como un desequilibrado más indigno de atención y condenado al olvido.

Chalados peligrosos los hay a punta de pala por todo el mundo. Pero mientras que en determinados países sus actos se perciben como rutinarios, por mucho que causen una mortandad obscena, basta que aparezca uno de ellos allí donde menos se le espera para que las estructuras éticas de nuestra civilizada sociedad se tambaleen. Si se estudia con detenimiento este tipo de sucesos es fácil comprobar que a quienes los llevan a cabo les mueve una misma razón: el odio alimentado por un fanatismo ideológico de naturaleza religiosa o política. Y da igual que esa anormalidad se exprese en Oslo, Karachi o Texas. El origen enfermizo y el efecto mortífero es el mismo.

A veces da la sensación de que las víctimas tienen diferente valor, dado el interés que suscitan este tipo de sucesos entre quienes se encargan de difundirlos y analizarlos. Hoy nos aterramos por la sinrazón del crimen en nuestra agradable civilización, cuando ni siquiera parece importar que cada día mueran cientos de personas por el hambre y la guerra en países estragados por nuestra espléndida globalización. Contemplar ese genocidio lento e implacable sin que se nos altere el semblante es un rasgo que identifica la hipocresía del mundo desarrollado. Pero, claro, estos muertos nos pillan demasiado lejos y su suerte es su rutina.