La creencia de que los periódicos están para poner o quitar presidentes, gobiernos y demás, ha sido y es alentada muchas veces por los propios políticos equivocadamente, otras como subterfugio. Algunos editores, aun conociendo la trampa en que se meten, han asumido ocasionalmente ese papel para reforzar ante la opinión pública su poder de influencia o hacerlo valer entre particulares. Ahora bien, por mucho que los dirigentes de los partidos insistan en vigilar y hasta presionar a los medios con el descarado propósito de decidir acerca de lo qué es y no es noticia, o cuáles deberían ser los titulares y hasta la línea editorial, la razón del éxito o el fracaso de los políticos sólo se debe buscar en la capacidad para convencer a los ciudadanos de que la opción electoral que representan es la mejor, o, en cualquier caso, que la que plantea el adversario resulta todavía peor. La ilusión o desilusión que transmiten no deben medirla los políticos por los titulares de los periódicos y sí por las circunstancias que rodean en cada caso a la convocatoria electoral. Circunstancias que en no pocas ocasiones están íntimamente relacionadas con sus aciertos o errores. El periodismo, como escribió Walter Lippmann, no es un monólogo sin audiencia, pero el mensaje periodístico se traduce en informaciones veraces y opiniones libres. La misión de los periódicos no consiste en quitar a éste y poner al otro, sino en informar al lector para que saque sus propias conclusiones. Los políticos, empecinados en lo contrario, insistirán, sin embargo, en bombardearnos con propaganda partidista y mensajes prefabricados para tratar de tapar todo aquello que no les gusta ver publicado. La prensa libre, y vuelvo a Lippmann, no es un privilegio sino una necesidad vital en una gran sociedad. Los periódicos deben permanecer atentos sin la obligación de sentirse estrechamente vigilados por quienes ocupan el poder. No se puede decir de ningún periódico, porque ése no es su cometido, que haya tenido mejor o peor suerte política relatando los hechos o permitiendo desde sus páginas opiniones libres y distintas. Su éxito o fracaso no es de los votantes, sino de quienes le otorgan su confianza diariamente en los quioscos o en las ediciones digitales.

Aunque no la hayan aprendido del todo bien, se puede decir que la única lección que han extraído los políticos del Watergate, uno de los casos más sonados de la prensa mundial en las últimas décadas, se reduce a que no les pillen como a Nixon. Pero el ‘Washington Post’ no buscaba la destrucción de aquel profesional de la mentira cuando empezó a escribir sobre el allanamiento de la sede del Partido Demócrata o, más tarde, cuando Felt (Garganta Profunda) le confirmaba a Woodward los datos que éste y Bernstein iban obteniendo sobre la conspiración perpetrada en la Casa Blanca por parte de uno de sus inquilinos más indeseables y su grupo directo de colaboradores. Ni siquiera cuando tenían toda esa terrible información en sus manos, llegaron a creer Ben Bradlee o Katharine Graham que el periodismo se debía a otra cosa distinta que al sagrado deber de informar a los lectores, ayudándoles a discernir entre lo verdadero y lo falso. Tampoco era la misión del ‘New York Times’ derribar gobiernos cuando siguiendo el hilo de la investigación de Dan Ellsberg publicó los papeles del Pentágono, el informe más demoledor que jamás ha visto la luz sobre la implicación política de un país en una guerra. Los americanos debían de saber lo que estaba sucediendo y alguien tenía que contárselo. En los dos casos citados, fue el propio Nixon el que se condenó a pasar a la historia como un presidente indigno y la política a caer en el descrédito por las patrañas que envolvieron el conflicto de Vietnam. Esto de los periódicos y su cometido viene a colación por el escándalo de las escuchas del ‘News of the World’, que ahora parece también salpicar a otros diarios del imperio de Rupert Murdoch. En los perfiles publicados estos días sobre el magnate dueño de News Corporation, algunos analistas acentuaban cómo, pese al poder de penetración de los medios que controla, su papel en la política británica no había sido jamás decisivo en los resultados electorales, todo ello sin que los políticos hayan dejado de acercarse a él para buscar la sombra de su influencia o portadas incendiarias de los adversarios en sus diarios amarillistas.

Sólo en los peores tiempos del ‘yellow journalism’, con William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer, el periodismo adquirió verdadera y terroríficamente esa imagen cultivada por el cine de ‘Ciudadano Kane’, aunque el espionaje practicado por el ‘News of the World’ retrate en estos momentos la más despreciable de las prácticas en este oficio. Ni siquiera a Walter Lippmann, el periodista más influyente del siglo pasado en Estados Unidos y el que, a su vez, más se dejó influir por algunos de los presidentes con los que trató en diferentes épocas (Theodore Rossevelt, Woodrow Wilson o John F. Kennedy), se le hacía siempre caso. Se le leía y escuchaba con atención. Era un periodista, no ejercía el oficio para sumarse a la corriente, y aconsejaba a los jóvenes recién llegados a la profesión que evitasen el compadreo con los políticos, porque entendía que era un riesgo para su ecuanimidad. Nadie puede decir de él en su dilatada trayectoria en los periódicos y medios más influyentes que haya contribuido a quitar o poner gobiernos o administraciones, ni siquiera teniendo en cuenta, como explica Ronald Steel, su biógrafo, que había llegado a convertirse en “el diputado de unos diez millones de americanos, los más activos e ilustrados “. Que el periódico informe bien y que el ciudadano vote, a ser posible bien informado, lo que quiera.