Si no es que no me gusten los museos, ni los hitos históricos y de interés cultural. Todo lo contrario: sin ser una empedernida erudita en cuestiones turísticas, mi cinturón porta memorables muescas en lo referido a las obligadas exposiciones, muestras y curiosidades varias, de los países que he tenido la suerte de visitar. Pero, lo siento: una vez que llevo los deberes medianamente hechos en lo que atañe al itinerario oficialmente reconocido de una ciudad, que ahora es Chicago, me permito el adentrarme en sus entrañas y vísceras de la manera que mejor se me da, que es, normalmente, el hacer fitness-turismo.

Efectivamente —como quien se organiza para hacer excursiones a los alrededores panorámicos— lo primero que servidora hace cuando va a vivir a algún sitio nuevo, de forma más o menos temporal, es apuntarse en un gimnasio. Y como esto normalmente sucede en América, es normal que aquí se siga un sistema que a mí me viene genial: una vez que te apuntas a un club de fitness puedes visitar todas las instalaciones que la organización ofrece a lo largo y ancho de la urbe. Así pues, por la mañana tempranito, empaqueto mi equipo deportivo junto con lo necesario para sobrevivir durante el día (mis libros, mi laptop, mi táper) y allá voy, a por una nueva jornada, sabiendo dónde ésta va a comenzar, pero sin tener ni idea del sitio en que terminará. Lo normal es que dedique todo el día al trabajo y que deje el respiro para el final del día, con lo que, en cuanto tengo un rato libre, estoy consultando a qué club voy a ir, a qué hora exacta, y qué actividad voy a desarrollar para cumplir ese día con mi máxima de mens sana in corpore sano. Y lo habitual es que busque una clase de yoga, que aquí —mucho que le pese a mi profesora española, que dice que sólo hay uno— existen cien mil tipos, y todo depende de la variedad que se me ofrezca y el ánimo con el que me pille ese día.

Lo importante es conseguir la máxima dosis de aventura y aprendizaje, por lo que siempre trato de no repetir de local. Hay que tener en cuenta que —no lo olvidemos— no sólo se trata de hacer fitness, sino también de hacer turismo, con lo que esto entraña meterse en Google Maps para ver qué calle, qué distancia, qué metro toca coger. Y yo me lo tomo con tiempo, pues —además de que nunca llevo mapa en la mano, porque les tengo una terrible manía— sé que mi sentido de la orientación es peor que el de una tortuga ebria, y que me costará dar unas cuantas vueltas hasta encontrar mi paradero.

Pero, todo eso —ir en la dirección errónea y retroceder, confundir el nombre o el número de la calle, tener que hacer un considerable número de preguntas a los sufridos viandantes con los que me tropiezo— es parte de una personal y depurada técnica de aprendizaje tipo ensayo-error. Y me encanta hacerlo así, pues de esa forma me entero, empíricamente e in situ, de cómo está configurada la ciudad, y pongo a prueba mi memoria visual para la próxima vez que recorra el sitio, por cualquier razón.

Finalmente, aparte de visitar los locales deportivos per se —de forma habitual estratégicamente situados, lo que aporta mucho a mi conocimiento geográfico de la ciudad— está el factor humano, que casi es el que más me interesa de todos. Efectivamente, cada gimnasio es un cosmos de gente, o muy pija, más o menos acomodada, o de clase trabajadora, dependiendo de la situación del gimnasio: en barrios más glamurosos, de clase media u obreros. Como —por las características peculiares de mi membresía— me pegan unos leñazos considerables a la hora de pagar la cuota, el mío es un sistema relativamente democrático, que me permite acceder a cualquier club y atisbar en las vidas de gente pseudo-famosa, tan corriente como yo misma, o casi del ghetto. Y en lo que se refiere al profesorado, lo mismo me encuentro casi en los bajos fondos con una fornida instructora de origen ítalo-americano, que me da clase en los barrios más céntricos un personaje rapado y tatuado, y con pinta de excombatiente (como traído de una novela de John Irving), o en la zona progre y elitista de Halsted me corrige sensualmente los movimientos y secuencias un muchacho imposiblemente hermoso e increíblemente gay, tan alto y delgado como un junco, y casi tan flexible. Toda una galería de personajes costumbristas, reflejo de los iconos étnográficos de la ciudad.

Y es la mía, lo sé, una forma debatible de hacer turismo. Requiere cierto temperamento y motivación, además de gusto por la actividad en concreto. Pero el deporte es extremadamente revelador de cómo la gente vive ?de veras?sus ratos de ocio; un arma certera para aprender cómo se comporta el personal a la hora de competir y de agruparse, más tarde, en la intimidad de los vestuarios. Por eso, y fuera de bromas: pese a su aparente frivolidad, lo que yo llamo aquí fitness-turismo constituye una auténtica excursión antropológica, y el revelarles sus secretos equivale a animarles a formar parte, así, del tejido cultural de una ciudad. Tarea ésta imposible yendo a una oficina de turismo, de restaurantes, o incluso de shopping. Tanto es así, que me estoy pensando incluso patentarla.