Juan Guillamón —nuevo hombre de Valcárcel para ir en las listas de la Asamblea Regional— y quien suprafirma manteníamos hace diez, quince, veinte años un recelo que fue derivando en lejana antipatía, sin llegar jamás al odio africano. Cuando lo conocí era un joven profesional exitoso, echado para delante y con lo que me pareció que era un apunte de media melenita que lo hacía un hombre de guapura detectable, de una gran plusvalía. Yo por entonces llevaba una pinta de joven anómalo (lo que sólo años más tarde se conocería por ´gafapastismo´) y sufría de papada, con lo cual, desde mi oscuro agujero postadolescente clavado al de esos vírgenes eternos de las comedietas norteamericanas, sufría de resentimiento social hacia los guapos. Me parecían siempre sospechosos de algo. Para eso me había tirado mi temprana vida rumiando mi carencia de ´chic´ y mi falta de éxito con las tías: para poder achacar todos los males del mundo a tipos como Guillamón, a quien no le hacía falta nada más para brillar en los grandes salones.

Él llegaba al periódico donde ambos publicábamos provisto de todo lo que no tenía yo. Mundología, presencia, charme, diplomacia o falta de ella (siempre eligiendo bien el momento, al fin y al cabo lo elegante es saber cómo no serlo siempre). Él sólo veía en mí a un meritorio translúcido. En mi mente, envenenada por el hambre de visibilidad social que yo había pasado hasta entonces, anoté por aquella época una ironía suya sobre mi trabajo, que creí escuchar a los postres de una comida colectiva del periódico. Guardé con cuidado y en lo más hondo aquella crítica de Guillamón como se guarda el cabello de un familiar muerto.

Se lo hice saber unos años más tarde, estando ambos en otro periódico, durante una cena con la lastimosa columnista de El País Maruja Torres. Él no tenía constancia de haber ironizado en público sobre mis columnas. «O no recuerdas bien o estás mintiendo», dijo. En realidad me estaba ofreciendo, y no me di cuenta entonces, su mano tendida. Las ofensas que el emisor da por jamás pronunciadas son, en realidad, una oferta de respeto venidero. Los antiguos griegos no daban ninguna importancia a las ironías recibidas, a los insultos, ni siquiera a las humillantes agresiones físicas, porque carecían de sentido del honor caballeresco. Creían que el humillado era el que los propinaba. Pero es difícil hacer de antiguo griego si arrastras los complejos del frágil. Insistí ante Guillamón en mi excelente memoria, a lo mejor porque esa noche la columnista de El País, con sus chorradas ideológicas, me había puesto broncas. Se inauguró ahí un lustro en el cual nos tratábamos de soslayo. Sin llegar, claro, al intercambio de delicadezas que protagonizó el nuevo fichaje de Valcárcel junto a un muy mediático político del PP en Madrid, ante un consejero autonómico, que fue testigo presencial de la ensalada de insultos públicos. Como acertadamente ha dicho la prensa, Guillamón nos augura tardes de gloria en la Asamblea Regional.

Todo se volvió del revés cierta tarde de junio de 2003. Accidente ferroviario de Chinchilla. Me enteré por ´sms´ viniendo de batallar en campo de plumas con alguna fea, como solía yo en aquel tiempo. En aquel infierno perdí algo más que amigos entrañables: se fueron todos mis juicios ligeros sobre un héroe instantáneo como Juan Guillamón, que viajaba en aquellos vagones. Admiré sin reservas a este tipo. Nadie que supiera de los dolores físicos y morales que este superviviente sufrió a partir de entonces con discreción, casi diría con condescendencia, puede tener sobre él más que una opinión colosal, que diría Mariano Rajoy. Nadie lleva con tanto humor y maneras cool unas ortopédicas manos de goma. Si alguien me lo hubiese dicho hace diez, quince, veinte años no lo habría creído. Cómo muta la realidad al pasar a través del tiempo. Con decir que ahora es Juan Guillamón quien asegura que he acabado siendo guapo...