Debo decir que siempre he estado ligado a la educación pública, lo que quiere decir que siempre he luchado por esa facción, fuera porque me nacieron los dientes en ella, puede que por el mismo hábito de haber estado cuarenta años bajo su protección y un buen hijo nunca debe desnaturalizarse de la madre que le ofreció generosamente la ubre fundacional. Puede que me haya inclinado por la pública sin haber participado en operaciones del otro sistema, el de la privada, por razones estrictamente personales o, porque, cuando he tenido la oportunidad, la haya apartado de mi vera. Así que, de antemano, me declaro partidario de ese modelo de enseñanza en contra, y comienza la guerra, del modelo que nos aguarda de ahora en adelante.

Para entrar primitivamente en los puestos oficiales, aquellos que originaban estabilidad laboral y austeridad económica —a muy poca gente de la enseñanza la he visto enriquecerse desmedidamente salvo algunos vividores que se han aprovechado de su condición para desvalijar instituciones oficiales o beneficiarse del puesto— había que participar en aquellas famosas oposiciones que fueron llamadas con justeza, dada su ferocidad, la segunda fiesta nacional española, tras los toros. En ésta última, en la de las banderillas y picador, clavaban en el morro y en el lomo de los sufridos animales, un buen caudal de cañas y espadas. En la segunda, las andanadas iban dirigidas al alma y a la estimativa personal. Sobre todo porque se convocaban unas pocas plazas anualmente y había que disputárselas a bocados, siempre a merced de unos jueces a caballo a los que se tenía la desgracia de no conocer. Y, aunque unos hablaban de los cables que había que tocar para que prosperase el enchufe —y eso sí ha sido tan español desde los tiempos de la Regencia— , lo cierto era que la tropa tenía que hincar los codos —entonces se hablaba de empollar— a conciencia algunos años para poder ganar en conocimiento y obtener el ansiado paraíso de entrar como titular en el anhelado escalafón. Y los que renunciaban a ello veíanse obligados a refugiarse en la privada, en las clases particulares o a entrar en el dilatado grupo de profesores interinos que debían tener la mochila preparada para ir de un dominio a otro, sin las mismas condiciones que hoy en día, cuando España ha adoptado el sistema federal de las tribus de taifas. Los primeros malgastaban su tiempo en aburridos temarios mientras que los segundos podían dedicarse sus horas a otras pedagogías.

El prestigio del profesorado de aquellas calendas, que ha llegado casi a nuestros días, era del sector público, con alguna que otra excepción, principalmente en el ámbito universitario. Incluso el Estado privilegiaba a esa parcela por razones incluso económicas. Pero de una parte a esta, observo que todo ha cambado de manera tajante. Si antes la privada estaba limitada a una pequeña proporción, que oscilaba del 10 a 25%, observo que se ha acelerado de tal manera el asunto que el revolcón va a ser de antología ya que aumenta de forma considerable de año en año.

Muchas autonomías ya presentan en su balanza una inclinación tremenda hacia la privada o sobre todo a aquella que se disfraza bajo la bufanda de la concertada. Muchas de las autonomías españolas consideran que ha llegado el momento de ceder los trastos a las cooperativas de enseñanza (en donde un puesto se puede comprar pagando equis euros), a colegios religiosos y laicos —sobre todo de los primeros— y toda clase de instituciones en donde se relega el papel del Estado, la mano de la oficial y los dedos de la pública aunque el dinero de la subvención salga del papá Estado. No deja de ser una paradoja: la oficial mantiene a su enemiga.

La guerra ya está declarada y avanzo que conozco, aunque no lo especifique, quién será el ganador. Mandan los cánones que la batalla política repercute frontalmente en los terrenos educativos y parece que mientras unos se decantan por la pública —los viejos aliados de la izquierda— los que vienen desde las posiciones contrarias —que proceden de las bancadas de la derecha— están por desplumar el ave o el pollo de la enseñanza y dejarlo desnudo, a la intemperie, sin sus antiguos factores. Los presupuestos de las consejerías ya reparten sus cada vez más recortados dividendos entre los que eran sus empleados y aquellos otros que han entrado, sin pasar por el aro de la fiesta nacional, a sus filas, homologados o no, concertados o no. Y me pregunto ahora si la culpa de todo ello la tienen los políticos, si la van a tener los que no han respondido a la confianza depositada en ella —los de la pública— o a las nuevas maneras que aportan todos aquellos que no estaban dentro.