Se despertó, y el Papa seguía ahí. Los estadistas siempre serán bienvenidos en un país históricamente aislado, pero no había empezado la visita de Benedicto «Siglo» XVI a España y ya se estaba promocionando la siguiente. Con un viaje anual a su feudo hispano cabe preguntarse qué Estado encabeza exactamente el Pontífice. Le vemos y sobre todo le escuchamos más que al supuesto titular del cargo, que debería ser el primer preocupado por una asiduidad con tendencia a la suplantación. Si la bicefalia vigente ahora en el Gobierno se ha ampliado a la Corona, tal vez alguien debiera haber informado a la ciudadanía.

La bienvenida de un pueblo hospitalario no está a salvo de los huéspedes que se prodigan en exceso. El Papa se siente en España como en casa, y por eso insulta a los nativos con gran familiaridad. Les achaca un ´anticlericalismo radical´ que ni siquiera se recuerda como expresión usual en los debates recientes —y muy por detrás en cualquier caso de la ´pederastia clerical´´—. Es curioso que el primer clérigo del planeta sea acogido casi a diario por un país con gastos pagados y aproveche para censurar a sus anfitriones. En otras circunstancias abandonaríamos al Pontífice a su opinión delirante, pero la actual convivencia de los españoles se ha forjado tras el derramamiento de sangre. Benedicto debería aclarar si alienta la misma solución bélica que zanjó la cuestión en los años treinta, desempolvados por él.

Caro Papa va mucho más allá de una expresión italiana, a falta de decidir la factura si se traslada definitivamente el Vaticano al Escorial. La injerencia papal también es humillante para los sacerdotes españoles, con un Pontífice napoleónico resolviendo las campañas que sus mariscales son incapaces de asegurarle. El servilismo colonial de los gobernantes locales, postrados ante su figura, tampoco ayuda a la evangelización de Benedicto XVI. No tiene que combatir el anticlericalismo, sino la indiferencia a que no es ajena la Iglesia. El cliente, a veces, tiene razón.